UN CULTO CÉLTICO A LAS AGUAS EN LA FUENTONA (MURIEL DE LA FUENTE)


Foto: sorianitelaimaginas.com
La Fuentona es un manantial de origen kárstico que se inserta dentro de un pequeño cañón calizo cercano al municipio soriano de Muriel de la Fuente, donde nace el  río Avión, tributario del Ucero, que a su vez nutre al Duero.
Allí nos encontramos ante una bella laguna de unos 30 m. de diámetro, alimentada por las aguas que corren a través de un sifón y varias galerías sumergidas que llegan a alcanzar los 100 metros de profundidad, llegándose a extender a lo largo de medio kilómetro que se sepa, ya que sus trabajos de exploración no han concluido.

Estamos, por tanto, ante un paraje inmensurable que en tiempos de la Edad del Hierro estuvo poblado por la etnia de los arévacos, los cuales han dejado su huella en los cementerios cercanos de Ucero, La Mercadera (Rioseco de Soria) o Uxama (El Burgo de Osma), además de en los asentamientos próximos de Los Castejones de Calatañazor y El Pico de Cabrejas del Pinar.
El primero de ellos fue identificado desde antiguo por Eduardo Saavedra (1879) y Blas Taracena (1929) como la Voluce celtibérica, situada dentro de la vía XXVII del Itinerario de Antonino (siglo III), aunque dicha propuesta se ha puesto en duda en la actualidad.
Imagen de Los Castejones de Calatañazor (celtiberiasoria.es)
El castro de El Pico de Cabrejas del Pinar se encuentra ubicado sobre un cerro inexpugnable, tanto por sus defensas naturales, como por la línea de muralla con una torre y un friso de piedras hincadas que guardan su lado más vulnerable, desde donde se domina la entrada del estrecho valle del Arroyo de la Hoz. Fue adscrito inicialmente a la Cultura Castreña Soriana de la Primera Edad del Hierro, (VII-V a.C.), confirmado a partir de las últimas dataciones radiocarbónicas (Vega Maeso y Carmona Ballestero, 2013), aunque posiblemente fue celtiberizado de forma más temprana que los castros de la serranía, en relación con los poblados y necrópolis al sur de la Sierra de Frentes y Cabrejas.

Ortofoto de El Pico de Cabrejas del Pinar (celtiberiasoria.es)
En un momento anterior, en el Bronce Final (siglos XI-X a.C.), se documentó un depósito metálico en la vecina localidad pinariega de Covaleda, al pié de la sierra de Duruelo,   formado por dos hachas con nervio central, anillas laterales y talón; un hacha plana con anillas laterales y talón; un hacha plana (con apéndices laterales), y un regatón de lanza. Este hallazgo, parece estar, siglos atrás, simbólicamente en sintonía con el casco aparecido en las aguas de La Fuentona que a continuación vamos a presentar. Ahora bien, en este caso, el depósito parece tener un carácter profano, ya que aparece en una encrucijada o lugar de paso estratégico, importante a la hora de articular la circulación interior en zonas accidentadas, así como sagrado, a modo de lugar de transición de un mundo al otro y frontera entre territorios, entre lo habitado y lo deshabitado (Ruíz Galvez, 1995). 
Depósito de Covaleda
Volviendo al manantial de Muriel de la Fuente, a escasos 200 metros se produjo el hallazgo de un casco celtibérico recuperado en una sola pieza, aunque roto y ligeramente deformado, probablemente de forma intencionada, con el fin de inutilizarlo tras un ritual que desconocemos. El ejemplar se inserta dentro de los de tipo hispano-calcídico, datado en torno a los siglos III-II a.C.y se describe como un casco realizado a partir de una chapa de bronce batido, que conserva parte de la ligeramente carenada, con recorte de la lámina para las aperturas de los ojos, separadas por el protector nasal, y las orejas, con estrecho guardanuca ligeramente arqueado (Jimeno, A. et al, 2005).
Casco celtibérico de Muriel de la Fuente (Museo Numantino)
Esta pieza excepcional ha corrido mejor suerte que otras, como los cascos celtibéricos subastados recientemente en Alemania procedentes del yacimiento de Arákitos (Aranda del Moncayo, Zaragoza), ya que forma parte del Museo Numantino desde 1977.
Cascos de Aranda del Moncayo (Zaragoza)
Además, viene a sumarse a otros hallazgos en contextos acuáticos, de los que se conocen una gran variedad en nuestra Península Ibérica, por lo que no parece que nos encontremos ante un descubrimiento casual.
Los ejemplos más antiguos que disponemos a la hora de documentar objetos metálicos inutilizados previamente al ser arrojados a las aguas nos remiten Bronce Final (siglos XI-X a.C.), como los de la Ría de Huelva, interpretado inicialmente como un barco hundido con chatarra, aunque hoy se le considera un depósito ritual; el de Leiro (Rianxo, La Coruña), en la desembocadura del río Ulla junto a la playa; y el de Caudete de las Fuentes (Valencia), donde se recuperó lo que parece un casco de plata.

Casco encontrado en la Ría de Huelva
Adscritos a la Primera Edad del Hierro (siglos VII-VI a.C), se han recuperado otros ejemplares inutilizados de forma ritual antes de ser ofrendados a las aguas en ríos del Suroeste peninsular, caso del casco corintio antiguo del rio Guadalete (Jerez de la Frontera, Cádiz), del corintio de la Ría de Huelva y del casco etrusco-corintio de la desembocadura del Guadalquivir en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).
Casco corintio hallado en el río Guadalete (Museo Arqueológico de Jerez)

Para momentos más avanzados contamos el casco de tipo Montefortino recuperado en el río Guadalquivir junto a la localidad sevillana de San Juan de Aznalfarache, fechado a lo largo del siglo III a.C., junto a otro de este mismo tipo y cronología cercana encontrado en Caldelas de Tuy (Pontevedra), lo que demuestra la larga tradición en el tiempo de este tipo de ritos (En Lorrio, 2013).
Casco hallado en Caldelas de Tuy (Pontevedra)
A lo sumo, este tipo de hallazgos entronca con las prácticas rituales y votivas de arrojar objetos de valor, normalmente armas, a las aguas de ríos y lagos conocidos en buena parte de Europa Central y Occidental desde el Bronce Final y la Edad del Hierro.
El ejemplo más espectacular con el que contamos para este tipo de ritos, es el del yacimiento británico del Bronce Final de Flag Fen (Cambridgeshire), al Este de Inglaterra, situado en una región pantanosa, que en el momento de su ocupación formaba parte de una isla abierta a una bahía. Entre el 1350 y 950 a.C. se construyó una barrera de pilotes de roble alineados en dirección NO/SE desde tierra firme, en un recorrido de más de 1 km, conectando con la plataforma de madera que se erigió en medio de la isla. En la parte Sur fueron hallados restos de cerámica, brazaletes de esquisto rotos intencionadamente, y más de 300 armas y objetos de bronce, deliberadamente rotos y arrojados a las aguas. En el lado Norte, frente a donde las armas fueron arrojadas, se depositaron, siguiendo también la alineación de lo postes, restos desarticulados de animales domésticos y, en menor medida, salvajes, así como restos humanos. Sus excavadores plantean que dicha construcción en medio del agua, así como las armas y otros objetos metálicos depositados allí, podría responder al proceso de deterioro climático que habría conducido a la inundación de los pastos circundantes, tradicionalmente explotados por las gentes de la zona desde el Neolítico, lo que habría producido una creciente tensión social y económica que habría derivado en la construcción de la empalizada y la plataforma que actuarían física y simbólicamente como barrera frente a la amenaza del agua. (En Ruíz Gávez, 1995)
Yacimiento del Bronce Final de Flag Fen (Inglaterra)
Otros ejemplos europeos significativos serían, por citar algunos, el recuperado en el río Eure (Francia), tributario del Sena y datado en el siglo IV a.C.; el ejemplar de cuernos sacado del río Támesis (Inglaterra) del siglo I a.C.; además de los hallazgos de cascos de tipo Mannheim, un tipo cesariano, al norte de la antigua Galia, muy frecuentes en contextos fluviales, lo que lleva a interpretar  que formasen parte de prácticas rituales complejas.


Cascos de tipo Mannheim
Es bien sabido que a inicios de la Edad del Hierro en la Europa templada, se produce un cambio respecto a los cascos “de cresta” de tipo atlántico, los cuales dejan de depositarse como ofrenda funeraria y se depositan mayoritariamente en contextos acuáticos. Este hecho contrasta con lo que sucede al sur de los Alpes, en la Italia continental, donde siguen siendo encomendados a las incineraciones en las tumbas hasta época romana, siendo raros los casos de depósitos de cascos fluviales.


Mapa de la dispersión de los hallazgos de cascos de la Edad del Hierro en el Mediterráneo y la Europa Central y Occidental (Alberto Lorrio, 2013)

En definitiva, el hecho de que todos estos hallazgos aparezcan en desembocaduras, lugares de nacimiento de ríos o enclaves naturales de inundación periódica, podría relacionarse con el carácter simbólico de los ríos como puntos de salida/entrada físico y funerario, vinculado a la idea de muerte y regeneración (Ruiz Gálvez, 1995). Si a esto le sumamos su probable inutilización ritual intencionada, llegamos a la conclusión que estamos ante un proceso complejo que tiene en cuenta desde los aspectos individuales de quién lo ofrendó, el ambiente religioso del acto  y, en último lugar, el contexto histórico y cultural del mismo.
A diferencia de otros objetos rituales que podrían formar parte de un santuario para ser  exhibidos, el casco hallado en La Fuentona formaría parte de un acto de sacrificio (el propio objeto) que contaría con el agua como elemento catalizador de dos realidades, tradición ancestral relacionada con las creencias celtas atestiguadas en diferentes lugares de la Península Ibérica.
El enclave jugaría un papel muy importante, a modo de espacio natural acuático posiblemente sacralizado, similar a otros lugares como la Fuente Redonda de Uclés (Cuenca), donde se encontró un altar de piedra dedicado al dios Aironis,  divinidad céltica de las aguas y el inframundo, cuyo nombre recuerda al del topónimo ampliamente distribuido por la meseta de “pozo airón”, quizás como perduración del teónimo. Este tipo de manantiales profundos son recogidos por la tradición y las leyendas como pozos sin fondos, “ojos de mar”, tal es el caso del de Hontoria del Pinar (Burgos) y por qué no el de nuestra Fuentona.


Fuentes bibliográficas
JIMENO,A; DE LA TORRE, J.I.; BERZOSA, R; GRANDA,R. (1999). “El utillaje de hierro en Numancia y su información económica.” en F. Burillo (coor). Economía. IV Simposio sobre los Celtiberos. Institución Fernando el Católico. Zaragoza.
LORRIO ALVARADO, A. (2013) “El casco celtibérico de Muriel de la Fuente  (Soria) y los hallazgos de cascos en las aguas en la península Ibérica”. Complutum, vol. 24 (1), 151-173. Madrid.
RUIZ- GÁLVEZ, M; (1995). “Depósitos del Bronce Final: ¿sagrado o profano?, ¿sagrado y, a la vez, profano?. En Ritos de paso y puntos de paso. Complutum EXTRA, 5. Madrid.


VEGA MAESO,C. y BALLESTERO, E. (2013): Nuevos datos sobre la Edad del Hierro en el Alto Duero: el castro de El Pico (Cabrejas del Pinar, Soria). Trabajos de Prehistoria 70 (2): 372-384.

Junio de 2015


LA FRAGUA ENCENDIDA DE LOS PELENDONES

  1. FRAGUAS Y HERREROS DE AYER Y HOY
No hace mucho tiempo que aún se podía escuchar el sonido del hierro caliente al ser golpeado monótonamente sobre el yunque de alguna de las fraguas que se levantaban por las remotas aldeas que poblaban con vitalidad lo que un día fue territorio pelendón, en la serranía norte de Soria.
Las fraguas, a comienzos del pasado siglo, eran los  templos sagrados de los herreros. Se situaban cerca de puntos de agua, necesaria para el temple del metal y a las afueras de las localidades, garantizando así el trasiego del ganado que peregrinaba hacía ellas para ser herrado.

El herrero, ejercía este noble oficio por tradición familiar; sus abuelos, tíos, padres, primos y hermanos formaban parte del gremio, ¿y qué iban a hacer si no?, ya que era habitual que el que se dedicaba a este oficio no tuviese tierras ni ganado. Sin embargo, contaba en su casa con un maestro dispuesto a enseñarle «las artes del hierro» que iría aprendiendo sobre la marcha, guardando todos sus secretos más profundos, que quedaban en familia.

Años antes de que la mecanización del campo fuese un hecho y de que miles de aldeanos abandonasen sus tierras para marchar a las bulliciosas ciudades que ofrecían nuevas oportunidades, era habitual que una vez aprendido lo básico en la escuela, sin alcanzar apenas la adolescencia, uno se dedicase de lleno al oficio para el que había sido llamado, en nuestro caso, el de herrero.

Y allí, bajo el techo de una fragua, a la luz y calor del fogón, entre tenazas y martillos pasaban las estaciones sin que el tiempo se parase a recordarle que no había conocido paisaje alguno más allá de la última majada que se oteaba en el horizonte por la estrecha ventana de su fortín de tejas rojas, a excepción de los pueblos colindantes de los que recibiese algún que otro encargo.

Las fraguas en las que desempeñaban su oficio solían ser propiedad del Ayuntamiento de cada pueblo, quien establecía, generalmente el día del patrón, un contrato con el herrero para que se comprometiese a realizar tantas rejas, punzones o aperos de labranza durante el año, a cambio del pago que los vecinos hacían a través de esta institución, generalmente en grano, aunque ese día en el que se cerraba el trato era habitual que el herrero pagara una robra de vino, lo que viene a ser, unos 20 litros (Ruíz Jiménez et al. 1990).

Además, el herrero desempeñaba otros muchos trabajos a petición particular, como herraduras para las caballerías, azadas, escardillos, palas, rastrillos, rejerías y todo tipo de útiles domésticos (tenazas, badiles, cuchillos, tijeras, navajas, sartenes,  llaves, etc.), que le eran pagados en moneda, excepto si el encargo provenía de algún otro artesano, donde funcionaba el trueque. Y es que en casi todos los oficios por entonces se empleaban instrumentos realizados por este noble escultor del metal.

El herrero trabajaba sin un horario específico, levantándose cuando empezaba a clarear, poco antes que lo hiciesen el resto de los campesinos, a quienes les gustaba encontrar bien temprano la fragua abierta por si tenían que solicitar de su trabajo.
Hasta la puesta de sol la fragua no se quedaba vacía más que una hora para ir a comer, sirviendo además como espacio de reunión improvisado de los hombres. Era raro que alguien no se dejase caer por ahí un rato a lo largo del día, aunque no requiriese de sus servicios. El herrero trabajaba, oía, veía y callaba, no daba ni quitaba razón alguna a las muchas conversaciones que allí se llevaban a cabo ininterrumpidamente.
Todas estas relaciones comunitarias hacían de la fragua un lugar lleno de vida, donde incluso los niños entraban para que el herrero les dejase tirar un rato de la cadena del fuelle. Éste, estaba formado por dos tablas grandes de madera superpuestas, unidas con cuero, de tal manera que al separarse, el espacio comprendido entre ambas y el cuero se llenaba de aire, siendo expulsado y dirigido al fuego cuando se tiraba de dicha cadena colocada al lado del fogón, alimentado por carbón de piña que el mismo hacía, para que el herrero pudiera utilizarla con la mano izquierda, mientras que con la derecha sujetaba las tenazas que sostenían el hierro que quería calentar.
Además, el oficio gozaba de cierta relevancia y prestigio en el pueblo, ya que ni eran agricultores ni ganaderos y solían tener siempre su dinerillo, a diferencia de éstos que vivían a expensas de que la cosecha o la cría fueran buenas. Estaban incluso muy solicitados por las mujeres para contraer matrimonio, ya que así únicamente éstas se dedicaban a los hijos y a las labores domésticas, liberándose de trabajar la tierra.
Valga la siguiente copla recogida en Muriel, Soria (Ruíz Jiménez et al; 1990) para ilustrar lo anteriormente dicho:
«Yo me casé con el herrero por comer cosa caliente, y al día siguiente me dio con el martillo en los dientes.»
Como colectivo, desde la Alta Edad Media se reunían en gremios y cofradías para defender sus intereses y protegerse, en especial, de trabajadores foráneos. Después surgirían las asociaciones de socorros mutuos para ayudarse en caso de muerte y enfermedad de los artesanos. Ya en el siglo XX formaban en la provincia de Soria una agrupación sindicada que contaba con una organización elegida democráticamente, teniendo en cuenta la representación de las distintas áreas geográficas, la cual les ofrecía derecho a percibir un subsidio de jubilación y les proporcionaba el hierro necesario en los momentos difíciles y de escasez del metal (Goig Soler, I).