(I) LOS CUSTODIOS DEL GANADO EN LA CELTIBERIA SORIANA

TRADICIÓN GANADERA: VIAJE A LAS FUENTES DE LA ETNOHISTORIA

Dando respuesta a la llamada que anuncia la flor malva que brota con los primeros compases del otoño, conocida como despachapastores (crocus sativus), nos ponemos el zurrón al hombro y cogemos nuestro mejor cayado para iniciar la marcha por las veredas de la Tradición.
Y es que, a poco que uno se deje caer por el terruño soriano, observa un escenario de base primordialmente ganadera, con abundancia de zonas de pasto que mantienen su verdor en buena parte del año, actividad que se ha ido complementando tradicionalmente con prácticas agrícolas de subsistencia, orientadas hacia un aprovechamiento reducido y de tipo familiar.
Es por ello que en nuestro afán por conocer y poner en valor las formas de vida de nuestros antepasados, viajaremos en primer lugar al corazón de la etnohistoria, acompañados del latido de los cencerros que aún susurran en nuestro interior manteniendo la tenue onda que nos retiene en el recuerdo de aquellos tiempos que forjaron el alma de Soria, un territorio que vería nacer la cultura celtibérica y cuya huella nunca se borraría del todo.
Sirvan estas páginas para homenajear a nuestros pastores y valgámonos de ellos para ahondar en la memoria de nuestro pasado más remoto, búsqueda incansable que nos llevará a conocer la raíz de lo que somos ahora, aquello que no podemos dejar marchitar si no queremos olvidar nuestro propio ser.

1. GANADO MENOR
1.1. Ganadería Ovicaprina

Véanos a continuación algunas pinceladas sobre la tradición ganadera ovina, aquellos balidos que aún resuenan y que no son tan lejanos, teniendo en cuenta el sistema de manejo o explotación llevado a cabo, es decir si practicaban la trashumancia, o por el contrario, eran estantes y/o riberiegas, siendo estas dos últimas las que a continuación centrarán nuestra atención.

  • Estante y riberiego

En la mayoría de las casas modestas se contaba con un pequeño hatajo de ovejas o piara que atendía toda la familia, incluidos los más jóvenes, que abandonaban la escuela para convertirse en sus custodios. Este tipo de ganado servía para el autoabastecimiento de lanas churras, carne, estiércol para los huertos y principalmente para la producción de corderos, los cuales nacían cuando no se podía salir a pacer ante el rigor del invierno, momento que requería una mayor dedicación y cuidado. 
A su vez, el ganado churro englobaba varios tipos de ovejas, entre las que destacaban las descendientes de las antiguas ovejas celtas, de tamaño más reducido que las actuales y productoras de lanas bastas, negras y largas, lo que las hacía más resistentes al frío y a la nieve, a la escasez de pastos invernales y a los pequeños desplazamientos que algunas de ellas llevaban a cabo por los vecinos reinos de Navarra y Aragón, como era el caso de las de Ágreda y Tierra de Soria.
Actualmente, esta raza original europea se encuentra prácticamente extinguida en España, aunque son las precursoras de las modernas razas celtibéricas que surgen en el entorno montañoso del sistema ibérico, fruto de siglos de mezcla y selección con ejemplares de otras razas blancas que llegaron a ser predominantes en zonas más bajas. De hecho, hasta la llegada de la modernización del campo aún podían diferenciarse cuatro grandes razas celtibéricas como: La raza Chamaritalocalizada en la mitad meridional de la Soria tributaria del Ebro, entre La Rioja, Valle del Tera, Tierras Altas y San Pedro Manrique (Sampedrana); la raza roya Bilbilitana, extendida por la zona de confluencia de las provincias de Zaragoza, Guadalajara y Soria, especialmente en el entorno del Moncayo; la agrupación ovina Negra Soriana, cuyo territorio histórico iría desde las parameras de Villaciervos hasta Ágreda, y por último, la raza negra Tudelana, que como su nombre indica era propia del sur de Navarra.
Llama la atención, que en territorios muy cercanos entre sí se diese la presencia de otras razas ovinas ibéricas de lanas blancas de procedencia meridional, como la Ojalada (o churra soriana), que lindaba con el área de expansión de la roya Bilbilitana, o en Pinares, tierra de predominio de la Churra Castellana, siendo más habitual la representación de las de tipo ojinegro a medida que se desciende hacia el Valle del Jalón (Álvarez Bartolomé; 2012).
En cuanto al manejo del ganado ovino, el hombre tuvo que adaptarse al medio en el que vivía practicando una trasterminancia rudimentaria que alternaba entre las zonas más altas, aprovechando los frescos pastos estivales, y las zonas más bajas y resguardadas, donde se pastoreaba en invierno.
En el sur de Soria, zona de predominio de la roya Bilbilitana, fue usual la presencia hasta finales del siglo XIX de “chozones sabineros” o corrales, construcciones generalmente de planta circular realizadas en piedra y techadas por una característica cubierta vegetal a base de madera de sabina albar que se denominó “barda”. Estos corrales permitían la protección del ganado ante el ataque de depredadores y su resguardo sobre todo en los calurosos días del verano, ya que por aquellas fechas se solía salir a pastar al caer el sol, mientras que por el día quedaban allí encerrados.
Por otro lado, más cerca del término, estaban las parideras, que eran construcciones en piedra de estructura rectangular, formando en su interior tres naves separadas por columnas de madera de sabina o pino y una techumbre de tejas a dos aguas. Además, solían contar con un corral o sereno antecediendo a la entrada principal, que en Judes y en otros pueblos de la Sierra del Solorio se denominó “alar”, guardando por lo general, cierta similitud estructural con las tenadas del norte provincial, permitiendo así un mejor manejo y una mayor salubridad del ganado, siendo enormemente importantes para el refugio del ganado, de su propio propietario o incluso de otros ganaderos que puntualmente necesitaran su amparo, de ahí que aunque no se utilizaran permaneciesen siempre abiertas.

A la protección que ofrecían este tipo de construcciones, se le unían los perros, fieles acompañantes que velaban por la seguridad del rebaño, generalmente mastines de coloración parda o berrenda, lo cual les ayudaba a mimetizarse con las ovejas negras estantes y repeler mejor los ataques de depredadores, sobre todo de los lobos, considerados desde siempre por pastores y ganaderos como el enemigo más peligroso, por el que incluso se llegaban a pagar recompensas por su muerte.
Resulta paradójico que todavía hoy sigan habiendo voces que propongan su “control poblacional”, cuando apenas se cuenta entre veinte y treinta y cinco ejemplares de lobo en la provincia (según censo de 2012), la segunda con menor número de Castilla y León. Tal y como hemos visto, apriscos y mastines han permitido su coexistencia con la ganadería a lo largo de la historia, a lo que se le sumarían otros dispositivos modernos y el interés de una administración, a menudo ajena a los verdaderos problemas de los ganaderos y a la sabiduría atesorada por nuestros mayores.
A la hora de ilustrar mejor esta relación con el lobo, resulta interesante una de las escenas que describe Pio Baroja en El Mayorazgo de Labraz, una obra inspirada en el viaje a Soria que realizó el mismo autor junto a su hermano Ricardo a principios del siglo XX. Dicho relato nos habla que durante la ascensión a Urbión, en medio de la tempestad, “atisban una choza de pastor de la que sale humo”, donde se encuentran a un viejo “envuelto en un capote blanco, y un niño de doce a catorce años vestido de pieles”, quienes a poca distancia tenían un hato y comida colocada en lo alto de un pino sujeto con varios tableros entre sus ramas gruesas para resguardarla de los lobos. (Centellas Salamero, R. (coord.); 1999)
Del mismo modo, todavía hoy en Soria, aunque no por mucho tiempo, aún puede escucharse el viejo romance de “La loba parda” del que se desprenden hechos y objetos cotidianos de pastores. Considerado originario de Extremadura por Menéndez Pidal, se halla muy difundido por la tradición oral en aquellos lugares donde se dio el fenómeno de la trashumancia. Recogemos a continuación una de sus múltiples versiones existentes, concretamente la cantada en Sotillo del Rincón (Díaz Viana, L.; 1982):

Estando yo en la mi choza pintando la mi caya
vi venir una lobita derechita a mi manada.
Le dije: Loba maldita, ¿dónde vas loba malvada?
-Voy por la mejor cordera que tengas en tu manada.
Dio dos vueltas a la red y no pudo sacar nada,
y a la tercera que dio sacó una cordera blanca,
hija de la oveja negra, nieta de a oveja parda,
la tenían los pastores pa` la mañana de Pascua.
¡Arriba siete cachorros, arriba perra guardiana,
Si le quitáis la cordera tendréis la cena doblada,
más si no se la quitáis, cenaréis de mi cachaba!
Siete leguas la corrieron por una vega muy llana;
al pasar el barranquillo le echó mano la guardiana.
-Toma, perra, tu cordera sana y buena como estaba.
-No quiero yo tu pelleja de tu boca baboseada
que quiero yo tu pelleja pal`pastor una zamarra,
de tus patas unas medias, de tus manos unas mangas,
de tus uñas tenedores pa`comer las migas canas,
de tu cabeza un morral para meter las cucharas,
de tu “jopo” un abanico para abanicar las damas.
Por otra parte, y volviendo al manejo tradicional del ganado, en el entorno de Oncala, muchos de los dueños de ovino negro estante lo eran también simultáneamente de ganado merino trashumante, conviviendo durante la etapa estival en un mismo rebaño, lo que sin duda debió favorecer la mezcla racial. No obstante, una vez que partían las merinas y hasta su regreso en junio, era costumbre, tanto para el ganado chamarito como para los que poseían unas pocas cabras, mayoritariamente de razas autóctonas como la Moncaica o la Serrana Blanca del Alto Jalón, reunir a todas las cabezas de las casas del pueblo por la mañana y dejarlas en manos de un vecino asalariado o dulero, siguiendo en muchos casos un turno y cobrando en función del número que acarreara. Éste se las llevaba a pastar juntas por los cercanos terrenos comunales, para regresar en el ocaso y guardar a cada una en su redil al aguardo de sus dueños, práctica que realizaban los propios animales por si solos. Del mismo modo, fuera de la época de cubriciones, los machos cabríos (habitualmente uno por hato) eran conducidos por los pastores en un rebaño conjunto separado del resto, aunque en la mayoría de los casos se contaba con uno solo de propiedad comunal.
Expremijo, tabla y cincho para la fabricación de queso (Foto: www.latidosdelolvido.com)

Así pues, aparte del aprovechamiento que se hacía de las ovejas, la posesión de un hatajo de cabras aportaba la mayor parte de las proteínas que ingería una familia media a través de su leche y derivados. De hecho, una cabra podía proveer entre medio a un litro al día, a pesar de que la producción variaba de invierno (menor cantidad, aunque más grasa y apta para la elaboración de quesos y mantecas) a verano (mayor cantidad, menos grasa).

Algunas de las pocas huellas que nos quedan de estas actividades se constatan a partir de las artesas o gamellas, moldes, coladores o tamices elaborados en cestería, paño o madera documentadas en muchos de los pueblos serranos de Soria, de la misma manera que conocemos las encellas para la elaboración de quesos a la manera tradicional, como los que se siguen elaborando en la zona de Cameros Viejo (La Rioja), muy parecidas a algunos de los tipos cerámicos hallados en la región que se remontan a la Edad del Bronce. 

En época de ordeñado, para el caso de pequeños rebaños con varios amos, solía emplearse el sistema de rodeos, es decir el establecimiento de un orden para recibir la leche de todo el conjunto que iba a transformarse en queso, en función del número de cabezas que se poseyera y así  hasta que participasen todos. Si alguno no alcanzaba el número de cabezas del módulo fijado tenía que unirse a otros hasta completarlo.
Sin duda ,estos manejos tradicionales del ganado fueron el alma de las comunidades campesinas que habitaron estas tierras desde tiempo inmemorial, unas gentes cuya subsistencia dependería fundamentalmente del ganado, llegando incluso a encomendarse a santos muy particulares como san Caprasio, a quien se dedica una enigmática y hoy en día ruinosa iglesia en la localidad soriana de Suellacabras, a menudo relacionada con infinidad de leyendas, como la relacionada con el propio diablo, quien adoptando forma de dragón llegó a perseguir al mismísimo apóstol Santiago, que acabaría refugiándose en este templo posiblemente de origen pagano. 
Iglesia de San Caprasio (Suellacabras, Soria. (Foto: http://guiadesoria.es)

  • ¡Pastores a extremar!

La posibilidad de marchar a extremos, principalmente a Extremadura, Ciudad Real y norte de Andalucía, venía dada, según se documenta en el catastro del Marqués de la Ensenada (siglo XVIII), dependiendo si los rebaños, ahora sí ovejas merinas, fuesen de cabaña de un solo dueño, mayoritariamente procedentes de la sierra Cebollera, o si tenían varios propietarios, que solían ser sus propios pastores, a los que se les denomina piareros o aventureros, quienes no tenían en posesión arrendaticia ganada en extremos y tenían que aprovechar como bien pudieran los sobrantes de las dehesas y montes del trayecto, la mayoría procedentes de Oncala.

Los pastores trashumantes eran la fuente trasmisora de información entre sus núcleos de población y las tierras distantes que recorrían, padeciendo por los caminos todo tipo de penalidades y aventuras que forjaban un carácter que se tornaba no menos que heroico. Vivían permanentemente al raso, encerrando por la noche al ganado en rediles portátiles formados básicamente por redes de esparto sujetas con estacas. 
Ovejas por el cordel de Oncala (Foto: http://elige.soria.es)
Tanto en los caminos, puertos, como en extremo, el pastoreo trashumante se organizaba otorgando a cada componente un cometidos concretos, siendo el mayoral el responsable máximo de contratar a los pastores, arrendar las hierbas en puertos y los pastos de invernada, decidir la venta de su producción, así como controlar otros aspectos económicos y de organización. Por debajo estaban los rabadanes, que eran los encargados de cada rebaño y los transmisores de las órdenes a los pastores que viajaban cañada arriba y abajo, gestionando in situ toda la logística del viaje. Después nos encontramos al compañero o mansero, quien marchaba al frente dirigiendo a los «mansos» que guían al rebaño con el tañido de sus cencerros. Mientras, el ayudador o pastor de la chicada se encargaba de los corderos destetados, el ayudador de las yeguas que trasladaban las provisiones, por lo que era también llamado «yegüero» o “yuguero”, y por último el zagal, joven aprendiz del grupo que le correspondía el mayor trabajo para evitar que el ganado se saliera a los sembrados, además de ejercer de criado.
En los puertos de montaña el rebaño solía dividirse en dos partes no iguales, la mayor, que es la «cabeza» (unas 800 ovejas), yendo a los puertos más grandes donde se guarda el rebaño por parejas turnándose en relevos de una semana, y el resto, «retazo» (unas 500 ovejas), que se dirigía a los puertos más pequeños.
Una vez en los invernaderos, el rabadán se encargaba de los cuidados generales del rebaño, además de «ahijar» a cada cordero con su madre para que lo criara, mientras que el resto se ocupaba del cuidado de los hatajos que se forman tras la paridera, a excepción del zagal, al que se encomienda múltiples tareas como el atender a las corderas del año y a las ovejas “machorras” que serían sacrificadas para carne de caldereta, recorriendo las lindes de las fincas y las zonas de terreno más abrupto y con peor pasto. No obstante, el mayoral solía enseñar a leer y escribir al zagal, tanto para que escribiese cartas a su familia como para llevar las cuentas del ganado o la venta de lana.

  • ¡Pastores a su tierra, la Sierra!

Pastores sorianos posando para Sorolla (ojodemelkart.blogspot.com)
Tras pasar la mayor parte del año fuera de su tierra, la llegada de la primavera, siempre tardía y perezosa en la región, suponía el regreso de los pastores y el agrupamiento de los rebaños, que serían contados por al menos dos de ellos, evitando así errores y pequeñas trampas que pudiesen darse, bien haciendo una señal en el bastón (Oncala), bien introduciendo una piedrecilla o un palillo en el bolsillo por cada cincuenta cabezas revisadas.
Con el gentío de la bienvenida y en compañía de aquellos seres queridos tan añorados durante largos meses, principalmente esposas, hermanas y madres que valerosamente habían estado al frente de sus casas, huertos, ganado estante o educando a los más jóvenes, suenan las dulzainas y los tambores dando paso al baile de viejas canciones. Todavía hoy resuenan algunas como el Saludo de Cidones (Los Mimbres), las jota de los labradores, la Cruz del Royo, la Cruz de Vildé, la jota de “las Carrasquillas”, la jotilla de Valonsadero o el Paloteo de Las Casas, acompañado este último por un zarragón que adopta aspecto de diablo y potencia el fervor de este encuentro tan especial.

La monótona cecina del camino deja paso a una sabrosa caldereta pastoril guisada a base de sangre, hígado, mesillas y especias (tal y como fue descrita por Gervasio Manrique), tras la que se procedería a elegir las cabezas estantes y trashumantes a esquilar a mano de la misma manera que antaño lo hicieran sus ancestros celtíberos, empleando para ello unas tijeras de muelle que no han mudado de aspecto en relación con las documentadas en la necrópolis de Numancia.


Adoptando posturas que quebrarían las espaldas con el paso de los años y la práctica, y sudando la gota gorda bajo un sol de junio que se tornaba insoportable al entrar en contacto con la lana, ésta se prepararía para su lavado, ensacado y venta al mejor postor, así como para el relleno de los colchones (necesitando unos 18 kilos para una cama de matrimonio, generalmente procedente de lanas churras) y por supuesto para su hilado y posterior confección de vestimentas. 

Entre estas últimas, destacan las pedugas (calcetines de lana fuerte y burda),colchas tradicionales que combinaban el color negro con el blanco y que se trasmitían tradicionalmente de madres a hijas, y sobre todo la capa soriana.

Esta última variaba según las zonas y hasta hace no mucho aún podían verse en el área que abarca los pueblos de Rejas, Santa Hervás, Fuentearmegil y Fuencaliente del Burgo, siendo una prenda cerrada que llegaba hasta las rodillas de color pardo marrón, escote redondo para meter la cabeza y capucha, y mangas formadas por simples aberturas sujetas en los hombros. También en la zona del páramo de Villaciervos, entre la Sierra de Cabrejas y de Frentes, se empleaba la capa, aunque ésta era diferente a la anterior, siendo de color blanco, con esclavina y capucha, dándose una forma que se asemejaba más a la conocida capa castellana, es decir, era más estrecha por el cuello y por debajo más larga y ancha, además de quedar abierta por delante.

Pastor soriano (Foto: José Ortiz Echagüe )
Entre estos dos tipos se ha documentado además el capote de Fuencaliente, capa de abrigo hecha con mangas y con menor vuelo que la capa común y gran sobrecuello (González Casarrubios, C.; 1978). Tampoco obviamos la tradicional manta rectangular de cuadros en tonos beiges y marrones con flecos en los lados estrechos, que junto a las anteriormente descritas podrían ser el recuerdo de lo que un día fueron los saga celtibéricos.
En cuanto al hilado, la etnografía nos muestra como preferentemente se emplearían instrumentos configurados con materiales orgánicos, como los cardos naturales para el cardado, o los usos de madera o hueso, todos ellos elementos que cuentan con paralelos desde etapas muy antiguas.

Terminado el esquileo se procedía al marcaje y señalado del ganado, marca de propiedad que era muy necesaria sobre todo en aquellos casos en los que las cabezas eran de más de un propietario y se mezclaban entre sí. El proceso básicamente consistía, bien en realizar pequeños cortes o mutilaciones en las orejas de la res, bien estampar sobre el cuerpo del animal un hierro al rojo vivo sujeto con un largo vástago de madera con las iniciales o el anagrama identificativo del ganadero, de modo que sobre la piel quede una cicatriz permanente. Con el tiempo, la marca a fuego iría siendo sustituida por la empega, es decir impregnando de pez caliente la señal que directamente se aplicaba sobre el vellón del animal. Resulta interesante que algunos de estos anagramas identificativos se vienen repitiendo generación tras generación, siendo en algunos casos signos muy similares a los usados en la escritura ibérica que emplearon las poblaciones prerromanas célticas para expresar su lengua en momentos tardíos de contacto con la romanidad.
Hierros de marcar (Foto: www.latidosdelolvido.com)

Durante la estación estival, buena parte de los pastores quedaban liberados de sus quehaceres, ya que como hemos visto para el estante, el ganado pacía de noche y al salir los primeros rayos de sol se encerraba en las tenadas y chozos para que el pastor se “asiestara” y descansara.

Es tiempo de centrar esfuerzos en las tareas agrícolas, razón por la cual se empezaban a matar algunos corderos y las ovejas descartadas, siendo costumbre en muchas aldeas que los carniceros repartiesen entre sus vecinos un objeto de madera que llevaba un cuño marcado y que llamaron tarja, el cual permitía comprar la carne de fiado hasta que terminaba el verano, momento en el que se daban cuentas del consumo total en función de las muescas que había ido haciendo el propio vendedor (Álvarez Bartolomé; 2012).

Tarja de carnicería (Foto: https://nogueradealbarracin.wordpress.com)

Una vez cumplido el ciclo, cercano a la festividad de los Santos, viejo Samain de los celtas, se apartaba el ganado y se reiniciaba el viaje por las cañadas rumbo a los invernaderos del sur.

En definitiva, el recuerdo de la importancia que alcanzaron los agostaderos sorianos y de la fortuna que algunos hicieron con el trasiego de ganados merinos aun puede contemplarse a través de algunas de las casas blasonadas que siguen orgullosamente erguidas en algunas de estas localidades, como en Ágreda, Vinuesa, Narros, Oncala, San Pedro, etc.

  • Breve apunte sobre la Mesta
A la hora de indagar sobre los orígenes de la trashumancia, resulta preciso apuntar que ya en época romana, aunque el tipo de pastoría más aceptada fuese la “villatica”, por ser compatible con la agricultura, ya que limitaba la alimentación del ganado a los terrenos cultivados y adyacentes, es probable que la “agrestis”, es decir, aquella que obligaba a mover continuamente el ganado, no llegase a desaparecer del todo. Esta última sufriría múltiples intentos de ser excluida, puesto que suponía el trasiego constante de ganados y la aparición de disputas y pleitos con las poblaciones de los lugares por los que atravesaban. No obstante, en la propia península itálica queda constatada la existencia de una trashumancia reglada en base a las referencias escritas conservadas y a las propias leyes que regulaban el uso de calles para la libre circulación de los rebaños, cuya importancia merece tenerse en cuenta a tenor de que el propio Julio César, siendo cónsul, fuese situado en un momento dado al frente de su cuidado (Jul., 19,2).
Del mismo modo, y seguramente como continuidad de estas antiguas prácticas, en época visigoda, nos encontramos con tres fuentes fundamentales de las que se puede deducir la existencia de desplazamientos de ganados con un fin que supera la mera subsistencia, tal y como así lo recoge García Moreno, L. (1983). Así, contamos con las leyes del Liber Iudicum (libro VIII) de Leovigildo, que contiene diversas disposiciones que regulan la libertad de tránsito, con el testamento de San Fructuoso de Braga (Vita Fructosi, 2), donde se indica que su padre, dux de las tropas del Bierzo, recaudaba impuestos de los rebaños y verificaba las listas de pastores en relación con el fisco, y por último con la noticia de san Valerio del Bierzo, quien llegaría a curar a una señora que fue atropellada por una punta de vacuno en estampida en el mes de septiembre, cuando el rebaño era llevado “a los montes”.
Pero el pastoreo móvil, tal y como lo entendemos hoy, tomaría forma definitiva en el medievo, momento en el que se dan una serie de circunstancias sociales y económicas que no estaban presentes en épocas anteriores. Es decir, cuando nuestro rey sabio, Alfonso X, decidiera reunir a todas las mestas o asambleas de ganaderos de León y de Castilla en un Concejo de Pastores en el año 1273, otorgándoles toda una serie de privilegios y prerrogativas que con el tiempo serían confirmados por sus sucesores, sentando así las bases de la Ordenación del Honrado Concejo de la Mesta en 1489 por los Reyes Católicos. El esplendor que llegaría a alcanzar esta institución se dejaría sentir por toda la Edad Moderna al ritmo del enorme peso que adquieren las exportaciones de la lana, verdadero motor económico del reino, permitiendo así el auge y la creación de las grandes familias propietarias ganaderas sorianas, a la par que se iba reforzando el poder de la Monarquía Hispánica, de quien todo dependía.
Esta situación se mantendría hasta que en los dos últimos decenios del siglo XVIII la disminución de la demanda de lanas en un contexto de industrialización europea y de sustitución de esta materia prima por otras de origen vegetal, como el algodón, así como los problemas financieros derivados de la revolución liberal que vivía el país vecino, hace entrar a este sector en decadencia, disminuyendo considerablemente las cabezas registradas, siendo definitivamente liquidada en los primeros compases del siglo XIX.  
Habitación de pastor en Vizmanos, Soria. (Foto: www.latidosdelolvido.com)

Esta es, en definitiva y de forma muy sucinta, la historia de la Soria Pura cabeza de Estremadura que aún hoy luce orgullosa en su escudo, acepción que probablemente tenga un origen pastoril, mesteño y ganadero referido a las tierras de pastos de invernaderos, más que un concepto guerrero y fronterizo nacido durante la Reconquista, como tradicionalmente se ha dicho en relación con el origen de la región epónima española.
Es por ello que nos preguntamos, ya que es éste el propósito de este escrito, si esta potente estructura organizativa propiciada al amparo de la corona en un contexto concreto de Reconquista, pudiera tener sus antecedentes en una tradición pastoril anterior cuya experiencia y gestión a la hora de defender sus intereses y resolver los pleitos que surgieran entre los propios ganaderos hubiera servido de acicate para implementar dichas prácticas. Añadir si cabría entonces la posibilidad de que se hubiesen llevado a cabo movimientos ganaderos de larga distancia durante época prerromana.
¿Serían tales las dificultades de tránsito y el ambiente belicoso entre diferentes etnias que la historiografía abduce para negar la práctica trashumante en momentos tan pretéritos?, ¿pudiera haberse gestado desde bien antiguo ese espíritu de asociación y colaboración que llevaría a las gentes de estas tierras siglos después al esplendor de la Mesta y, como después veremos, a la creación de la Cabaña de Carreteros Burgos-Soria?
Estas y otras preguntas son las que intentaremos plantear abiertamente en páginas posteriores, siempre con suma cautela y con la precaución necesaria que dichas cuestiones requieren.
  • Arte pastoril
Finalmente, resulta de interés mencionar algunos de los objetos que la etnografía nos aporta en relación con el arte pastoril, elaborados todos ellos en la soledad del campo mientras vigilaban el ganado o durante las largas estancias en “extremo”. Junto a las tradicionales esquilas y cencerros de chapa de cobre con asa y badajo de madera, emisoras de un sonido monótono y característico que permitía identificar cada rebaño, además de proporcionarle tranquilidad, contamos básicamente con objetos manufacturados en astas o cuernos de buey y cabra.
Colodra de pastor (Foto: Cándido Heras)
Sobre todo se realizaron abundantes las colodras o vasos para beber agua de los arroyos, leche fresca o vino, objetos que llevaban los pastores colgados de un latiguillo situado en el cincho de suspensión de la mochila o zurrón. Estos solían presentar inscripciones, generalmente rodeando la base o la boca de la colodra, aludiendo a nombres y apellidos en letras mayúsculas relacionados con los autores de la manufactura y/o sus propietarios, o bien indicando para qué iban a ser usados, e incluso la fecha de su realización. También se elaboraron otros recipientes más grandes, como los constatados en Pinares de Urbión para transportar ajos, sal y pimienta, llamando la atención los que servían de contenedor de la “miera” o aceite de enebro para curar la roña del ganado.
Asimismo, los cuernos eran empleados para llamar al ganado o para la propia comunicación entre pastores, además de fabricarse silbatos y flautas de probada sonoridad musical.
Por otro lado, contamos con todo tipo de objetos cotidianos realizados con fragmentos de cuerna, como punzones, tenedores, espátulas, morteros o las cucharas que repartía el zagal a la hora de comer, habitualmente decoradas en la silueta del mango con motivos geométricos, básicamente semicírculos y triángulos.
Se conservan también cajas joyero y de rapé confeccionadas con varias planchas de cuerna sobre la que se ponía una tapa articulada con una bisagra y un refuerzo de madera. Éstas solían estar profusamente decoradas “a punta de navaja” con diferentes motivos sagrados, entre los que predominan los de santos y vírgenes, además de temas propiciatorios, como el tantas veces repetido “corazón de la vida”, soles y lunas, un jarrón con flores acompañado a menudo del monograma de la salutación angélica: AM–, figuras mitológicas como una sirena, y otros muchos dibujos tomados de escudos, monedas y grabados. Junto a ellos, fueron habituales motivos geométricos variados, entre los que predominan los círculos con cuatro o muchos radios, con una flor inscrita, reticulados, zig-zags y cenefas semicirculares. Tampoco faltarían escenas cotidianas con animales (toros, perros, ovejas, gallinas, gallos, cabras, gatos, caballos; aves, serpientes, peces comadrejas, ciervos, liebres, zorros, mariposas, águilas y lagartijas), relativos al mundo vegetal (árboles y flores), objetos diversos (cachavas, guitarras, escopetas, cuchillos, etc.) e incluso escenas de ambientación pastoril, bélica o referidas a la consagración de un sacerdote. Por último, contamos con otro tipo de decoraciones más difíciles de interpretar que posiblemente se acerquen al simbolismo de los exvotos, como el del hombre con sombrero y sin brazos; o los dos hombres, uno con una pierna en las manos y el otro llevando la cabeza en las manos (Antonio Bellido Blanco; 2004).
Junto a estos objetos aparecerán otros muchos confeccionados en madera tallada a punta de navaja (platos, juegos, cuencos, etc.), piel curtida (botas de vino, pellejos de agua), así como algunas cantimploras de barro forradas de esparto.

1.2. Porcino
Porqueros de Covaleda (Foto: https://historiadecovaleda.wordpress.com)
El cerdo siempre ha sido un animal que ha estado presente en las vidas de las familias campesinas sorianas garantizando buena parte de la ingesta de proteínas cárnicas que en este tipo de economías de subsistencia se podían permitir, a pesar de ser un competidor directo del alimento humano y suponer una buena inversión, que en kilos de carne, no se vería traducida a una gran productividad.
En relación a sus prácticas ganaderas tradicionales y al tipo de razas empleadas, podemos decir que éstas variaron mucho a partir del siglo XX, momento en el que se introdujeron razas foráneas y se optó por un tipo de cría en la que permanecerían estabulados y confinados prácticamente todo el año, recibiendo al día dos raciones de alimento procedente de los huertos de las familias que los sustentaran, además de hojas secas de plantas herbáceas del entorno, como el gamoncillo, y a partir del otoño bellotas para finalizar el engorde, un producto, este último, de vital importancia para la economía doméstica que ha dejado su impronta en algunos romances populares como en el de Judes.
Si bien, desde tiempos remotos el ganado porcino que ocupó el entorno del Sistema Ibérico, es decir desde el valle medio del Ebro hasta Guadalajara, pasando por Soria, pertenecía al Tronco porcino celta, descendiente del jabalí centroeuropeo, que junto al Tronco porcino mediterráneo o románico, descendiente del jabalí mediterráneo, vendrían a dibujar las dos grandes familias étnicas de cerdos domésticos descendientes de antepasados salvajes de la Península Ibérica.
Esta familia porcina se extendería por el norte de Portugal, la cordillera Cantábrica, los Pirineos occidentales y una parte muy importante del antiguo reino de Castilla, destacándose algunas razas actuales como el cerdo celta gallego, el gocho asturcelta o la raza bisara del norte de Portugal. Habiendo desaparecido durante el siglo XX, también existieron algunas afamadas razas celtas como la navarra Baztanesa, el Alistano de Zamora, el chato Vitoriano, el catalán de Vich, la burgalesa Lermeña o la Molinesa, esta última de gran fama y presencia tanto en las regiones vecinas de Teruel como en nuestra Soria. (Carril González-Barros, J.A.; Castor José Rivero Martínez; Miguel Fernández Rodríguez.; 2009)
Estaríamos, por tanto, ante animales rústicos, ágiles y con buena aptitud para la marcha por su fuerte aparato locomotor, lo que les permitiría recorrer grandes distancias en el pastoreo, tal y como parece que se producía en Soria hasta al menos el siglo XVII. En este sentido, existen testimonios escritos donde se narra que los cerdos eran engordados al aire libre a base de los frutos, ramas y tubérculos que el monte proporcionaba, además de la utilización de los ejidos cercanos para las cerdas parideras, tal y como vimos en Pinares, así como en la Villa de Almazán, en cuyas ordenanzas de 1552 se puede leer que los cerdos salían en pastoreo por las inmediaciones de la villa, regulándose las penas que debían pagar los propietarios de cerdos perdidos o extraviados en ausencia de guarda (Álvarez Bartolomé, S.)
Pero quizás lo que más llame la atención sea la constatación de al menos un movimiento ganadero que tenía lugar durante el otoño entre Tierras Altas y Tierra de El Burgo, según el análisis llevado a cabo por Álvarez Bartolomé a partir de tres escrituras fechadas en el año 1614. Concretamente en la localidad de la Aldehuela de Calatañazor, lugar importante de paso de los ganados trashumantes merinos, ya que forma parte de la antigua Cañada Occidental Soriana, estaba una de las cabeceras de llegada de una ruta ganadera porcina procedente de San Pedro Manrique, distante a unos 65 km, el equivalente aproximadamente de un mes de trasiego. Por lo tanto, cabe suponer la importancia y atención que se prestaba al aprovechamiento de la producción bellotera de los encinares de la ribera del Duero con la llegada del otoño.
Para la guía y el traslado del ganado, que rondaría entre unas treinta o cuarenta cabezas, se contrataría con personas responsables y de confianza del entorno, mientras que para su estancia en La Aldehuela, esta responsabilidad recaería en los vecinos de la localidad.
Las fuentes cotejadas por dicho autor muestran que el monte de encina de la Aldehuela debía ser aprovechado exclusivamente por ganado porcino, estando prohibida la entrada a otras especies ganaderas, siendo obligación de los guardas varear la bellota que fuese necesaria para garantizar una alimentación suficiente. Además, todo apunta que desde el primer día de diciembre hasta la festividad de Santa Lucía, que coincide con el día 13 de diciembre, los vecinos de la Aldehuela estaban obligados a facilitar todo el alimento que fuese necesario a los cochinos, mientras que en los días restantes hasta año nuevo debían permitirles permanecer libremente en el monte de carrasca.
En definitiva, todo este tipo de testimonios vendrían a confirmar que el ganado porcino en tiempos preindustriales debió ser móvil, aunque de escaso recorrido, lo que supondría la consecución de todo tipo de acuerdos entre aldeas para su óptimo desarrollo.
  • Tiempo de matanza
Con la llegada del invierno y tras el aprovechamiento de la bellota otoñal, todos los años se celebraba la matanza del cerdo, fiesta familiar por antonomasia que se pierde en la bruma de la historia, y que garantizaba, junto con la caza, el sustento de productos cárnicos a ingerir durante el año.
La víspera de la matanza se hacía acopio de leña y gavillas de aliagas secas para encender el fuego del hogar, mientras que por otro lado se preparaban todos los utensilios a utilizar como barreños, baldes, calderas de cobre, gamellones, así como las espumaderas, cucharones, cuchillos y el gancho para colgar al animal.
A cielo abierto, se procedía a conducir al cerdo ante su particular cadalso, un gran banco de madera sobre el que sería tumbado e inmovilizado, atando sus patas al pie con una cuerda que se iría tensando evitando así una de sus temidas patadas, todo ello ante un gran alarde de fuerza física y entre el estruendo de sus gruñidos.
Tras estos minutos en los que la fuerza y la destreza de los hombres de la casa son los protagonistas, y una vez que con un golpe certero se haya clavado un gancho en la papada del animal, el camino quedaba despejado para introducir el cuchillo en el pecho limpio del cochino, momento en el que comenzaba a brotar la sangre a borbotones para ser recogida en un barreño de barro mientras se le daba vueltas incansablemente con una cuchara de madera con el fin de evitar que se coagulase y poder elaborar así las morcillas. Yéndose paulatinamente apagando el aliento del animal entre impulsos y forcejeos, se quitaban las cerdas con una reja de arado al rojo vivo, tal y como lo describe Emilio Ruiz Ruiz (1971) en “El campesino en su Sexmo”, procediendo seguidamente al raspado de la piel con una teja hasta dejarlo limpio y pasarlo a la casa para abrirlo e izarlo de una viga. Tras extraer todo el tocino, se sucedía el hígado, mientras que las mujeres recogían las tripas y bajaban a la fuente a lavarlas.
En menos de una hora toda su carne quedaba dispuesta en las gamellas para ser embutida y adobada, y posteriormente colgada en largos palos en una vieja cocina para su oreo con humo, donde permanecerían cerca de un mes antes de ser echados en unas grandes ollas con aceite o en su propia grasa para su conservación final y despensa.
Por último, no podíamos dejar de hacer mención al proceso de salado de los jamones, del que se conservan algunos recetarios de nuestros mayores, en los que se describe una elaboración compleja que a grandes rasgos iría desde su guardado y cubrición en sal gorda durante diez o doce días, su posterior lavado con agua fría, el unte del jamón con el adobo, variable en función de la tradición y los gustos de cada comarca (aunque siempre con el pimentón extremeño como producto esencial), su prensado durante tres o cuatro días y su colgado para ser secado con los fríos vientos que soplan desde la antigua Idubeda.

Así es, en definitiva uno de nuestros principales ritos domésticos y la cría de un animal que desde tiempo inmemorial nos ha ayudado en la lucha por el sustento y la supervivencia de una comunidad que sigue reclamando grandes raciones de tradición y recuerdo.

2. GANADO MAYOR

A continuación nos ocuparemos del ganado mayor, especialmente del bovino que cobraría gran relevancia con el desarrollo de la Carretería, sin obviar otros usos y aprovechamientos que hicieron de estos animales uno de los pilares básicos de la economía campesina de los habitantes de Soria, quedando en la actualidad muy alejados de lo que fueron sus manejos tradicionales.
2.1. Bóvidos y trajineros de Pinares
Ejemplares de serrana soriana o serrana negra (Foto http://www.diariodesoria.es)
Esta es la historia que forjó a las nobles gentes que poblaron las sierras que barre el cierzo helado de Urbión, desde donde partieron las carretas que trasegaron por todos los rincones del país transportando maderas, resinas, lanas y los muy variados enseres que la fuerza y el empuje del ganado bovino hicieron posible.
De tal manera, junto al aprovechamiento de los densos bosques que cubren esta región, hoy día desmembrada entre dos provincias, aunque unida a través de una sólida identidad común que hunde sus raíces en la etnia de los pelendones, la ocupación principal de sus gentes ha sido la cría del ganado bovino.
La raza predominante en la zona fue la Serrana Negra o Avileña, muy útil, además de por su carne y leche, para las tareas del campo y sobre todo para el transporte de mercancías, criadas en forma de vacadas de propiedad individual o comunal, es decir reuniendo todo el ganado de los vecinos de la localidad y con un solo toro semental de propiedad concejil.
De tal manera, todos los años, con el repique de las campanas, se reunían los concejos de los pueblos para dirimir la gestión de sus pastizales y nombrar a los deheseros (cuyo número variaba según la localidad) después que montados a caballo, se encargarían de vigilar los prados y el monte, a la vez que recorrerían y renovarían los mojones del término de mayo hasta septiembre. Además se establecía el cargo del llamado apreciador de pastos que se encargaba de determinar la fecha más idónea para la siega de las praderas del concejo, normalmente en torno al 25 de julio, día de Santiago, labor que al igual que el heno obtenido (fundamental para mantener el ganado en el riguroso invierno) se repartía entre todos los vecinos. Después de la otoñada, se procedía a su estercolado igualmente con el esfuerzo y la colaboración de todos, mientras que los ejidos que rodeaban a los pueblos quedarían reservados para uso comunal de vacas y cerdas paridas, becerros de leche y cabalgaduras.
Contamos a su vez con noticias sobre la existencia de ciertas formas de trasterminancia de los vacunos y caballerías cerriles, así como de la mayoría del ganado menor, que en determinadas épocas de año, normalmente en marzo, se desplazarían a las praderas, dehesas y montes de Tierra Soria, tal y como así se recoge en el Fuero de Soria, disponiendo así de dichos pastos comunales eventualmente y dando descanso al propio de Pinares.
Del mismo modo, a lo largo de los cuatro últimos siglos se irían renovando las distintas ordenanzas de los pueblos de Pinares, regulando la elección de cargos concejiles, el número de cabezas de ganado mayor autorizado en cada término, así como el uso y disfrute de dehesas, praderas y ejidos, sancionando aquellos comportamientos considerados irregulares que supusieran el aumento de la presión ganadera del entorno y la sobreexplotación de los recursos. En este sentido, resulta interesante como por ejemplo en Covaleda el acceso a los montes y dehesas quedaba restringido a los solteros al menos desde el siglo XVI, fomentando así tempraneros casamientos y el crecimiento demográfico de la localidad.
  • Breve historia de la Carretería 
La historia de la comarca de Pinares siempre ha girado en torno al bosque, como no podía ser de otra forma, ya que aún hoy sigue constituyendo la mayor masa continua arbolada de España, aunque su mayor prosperidad vino de la mano del ganado bovino allá por la Edad Media. Razas muy similares a la actual Serrana Negra o la Avileña, fueron muy útiles, además de por su carne y leche, para las tareas del campo y sobre todo para el transporte de mercancías.
De nuevo, asistimos al surgimiento de una agrupación encargada de velar por los intereses de sus vecinos y de su principal actividad, la Carretería, que ya desde el siglo XIII y sobre todo en el XIV exportaba la rica e incipiente lana castellana hacia los puertos del Cantábrico, tomando el nombre de la Hermandad de Pinares en el año 1482.
Prueba de su temprana importancia, tenemos constancia a través de algunos legajos conservados, de su participación en el sitio de Baza en la Guerra de Granada, donde transportaron víveres y pertrechos de guerra en más de 4.000 carros procedentes de Covaleda, Duruelo, Salduero, Molinos, San Leonardo, Casarejos, Vadillo y Navaleno.
Nuevamente, serían los reyes Católicos los que institucionalizaran oficialmente esta actividad en 1.497, creando la llamada Cabaña Real de Carreteros, que quedaría formada por las hermandades de Burgos-Soria, la abulense de Navarredonda y la de Almodovar del Pinar en Cuenca.
Del mismo modo que vimos con la Mesta, la carretería sería privilegiada, llegando a poder pacer sus bueyes allá por donde pasaran, además de transitar libremente por cualquier término, cuyos concejos debían dejar expeditos los caminos para los carreteros y garantizar la posibilidad de que pudieran pagar portazgos y aranceles aduaneros sin tener que desviarse de estos, eso sí, siempre y cuando les fuesen adecuadamente mostrados. Además, podían cortar leña para cocinar y para arreglar sus carretas durante los viajes y los bueyes sueltos que les acompañaban no pagaban derechos.
Así, durante el invierno los carreteros quedaban en casa dedicándose a labrar maderas, arreglar y preparar sus carretas, además de ayudar en la labranza, hacer acopio de leña para el invierno y cortar pinos, para llegar a marzo y salir a realizar su labor en cuadrillas de 30 carretas que llegaban a recorrer entre 30 y 40 kilómetros diarios.
Como uno puede imaginarse, la vida en los escabrosos caminos de época preindustrial no resultaba fácil. Se dormía debajo del carro y se transitaba quedando a merced de la intemperie, además de sufrir robos y todo tipo de litigios en algunos de los pueblos que no respetaban sus privilegios, donde en más de una ocasión llegaron incluso a ser recibidos con disparos de incierta procedencia, tal y como recogen algunos testimonios de los propios carreteros.
Y es que los convoyes podían llegar a alcanzar los 90 bueyes, a los que habría que sumar alguna que otra vaca, el caballo del mayoral, algunos burros y mulos e incluso algún carnero que les sirviese para alimentarse, razón por la cual era habitual que les hiciesen la vida imposible con tan solo aparecer por el horizonte, ya que sus bueyes dejaban los pastos de los pueblos por los que pasaban convertidos en eriales.
De nuevo observamos una estructura plenamente organizada que contaba en su cabeza con un mayoral, normalmente el propietario, quien mandaba y administraba la carretería preparando los encargos (mercancías de todo tipo como madera y sus derivados, lanas, sal, carbón, hierro, cereal, vino, material de guerra, etc.), lugares de descanso, desyuntas, la documentación de privilegios y las cuentas de los portes. Seguidamente estaba el aperador, es decir el técnico de mantenimiento de las carretas, quien se encargaba de su revisión y arreglos. Además, se contaba con un partero, al que se confiaba del cuidado de los bueyes en los pastos al efectuar las “desyuntas o disueltas” y de cuidar la marcha de los bueyes de “rebezo”. Estos dos últimos cargos podían contar a su vez con un ayudante, aunque era el gañan el que se encargaba de cualquier mandado además de la carga y descarga de las carretas y cuidado de enseres, tratándose de un mozo joven y fuerte que aprendía el oficio.  
El auge de la carretería fue tal que, aparte de dar prioridad a las peticiones reales y al abastecimiento de Madrid, en 1599 se le incorporaría un juez que sería miembro permanente del consejo real (Juzgado Protectoría de la Cabaña Real de Carreteros), además de ver aumentados sus privilegios durante los primeros compases del XVII, momento en el que la Corona les concederá el permiso específico para trasportar madera para uso personal en viajes de puerto a puerto.
En 1629 la cabaña se amplía pasando a denominarse “Cabaña Real de Carreteros, Trajineros, Cabañiles y sus Derramas”, quedando a lo largo de este siglo todos sus miembros exentos del servicio militar, de milicias, y pudiendo entrar libremente en tierras regadas y viñedos cortados en tiempos de sequía, aunque con el debilitamiento del Estado y el declive de la trashumancia en el XVIII, dichos privilegios irían decayendo y apenas serían respetados.
De nuevo, la Guerra de la Independencia y la aparición del ferrocarril causarían la herida mortal de esta actividad que será liquidada definitivamente en 1836 con la supresión de todos sus privilegios, dejando a los vecinos de esta comarca a sus expensas, aunque el carácter aguerrido del pinariego pronto conseguiría retener a sus hijos enfocando su principal modo de vida hacia el aprovechamiento forestal, que conseguiría al menos cien años más de carretería de pequeño y mediano recorrido.

 Esta es, en definitiva, la historia de la Carretería y de su elemento motriz indispensable, el ganado bovino, cuya cría sería una de las actividades ganaderas principales, aunque también cobraría especial valor su aprovechamiento para la elaboración de mantecas o mantequillas, razón por la cual nos desplazamos hasta el Valle del Tera, cuya fama y dedicación artesanal constituye la identidad de sus pobladores.
  • Mantecas de El Valle
Caminando al resguardo de las sierras, se abre ante nosotros un paisaje de bosques caducifolios y ricos prados verdes que hacen sentir al viajero que se adentra en un lugar más propio de zonas atlánticas o centroeuropeas. Es por ello que decidimos penetrar en una de sus casas y sentarnos al calor de una cocina pinariega coronada por una chimenea acampanada realizada a base de ramas entrelazadas y barro, para vivir aquellos trasnochos en los que las mujeres mientras cosían, cardaban lana e hilaban, relataban viejas historias transmitidas de generación en generación.
Así, entre el chisporroteo de la lumbre, conocemos la leyenda de la Virgen de las Espinillas de Valdeavellano de Tera, localidad en la que se emplaza una ermita a la que acuden todos sus habitantes el primer jueves del mes de junio con el fin de dar gracias por el regreso de los pastores. Se dice que Delia, mujer de desmesurada hermosura e hija de un rabadán, fue antaño raptada por unos moros, cuyo jefe al intentar besarla y abrazarla contempló como unas espinillas se clavaban en el pecho de la muchacha que fallecería al instante, siendo enterrada en el lugar donde hoy se sitúa la ermita, a pocos metros de distancia de un castro de la Primera Edad del Hierro, al que aún se acude ese mismo día a “conjurar la oruga”.
Ermita de la Virgen del Espino (Valdeavellano de Tera)
Fue así, que esta comarca conoció a partir del siglo XVI el auge de la Mesta, sobre todo por su aporte de mano de obra y su situación entre las principales cañadas y cordeles trashumantes. Dos siglos más tarde, las añejas escrituras seguirían dando fe de la abundancia de profesiones pastoriles existentes, razón por la cual los hombres pasaban buena parte del año fuera del hogar, de ahí que fueran las mujeres las verdaderas dueñas y señoras de esta patria chica.
Del mismo modo, su pasado ganadero se hace patente incluso en el día de la festividad de los Reyes Magos, momento en el que los habitantes de Almarza y San Andrés acostumbran a llevar a cabo "el traslado del arca" que alternativamente custodian sendos ayuntamientos, y cuyo contenido son unos documentos alusivos a unos antiguos pleitos por la utilización de los pastos de la dehesa.
Pero llegado el siglo XIX toda esa magia fue desapareciendo y con ello la ganadería y las tierras de pasto, ahora roturadas para tratar de sacar un ápice de alimento a la tierra, además del intento de adecuarse a un falso progreso que no tendría compasión con estas tierras, impulsando en 1866 la creación una fábrica de mantas y paños en Molinos de Razón que tendría una vida reducida.
Llegaron los tiempos difíciles, aquellos que de alguna manera siempre les habían acompañado y a los que habían capeado con ayuda de sus huertos y de los pequeños hatos de ovejas y vacas. Es ahora, a mediados del pasado siglo XX, cuando mejoran la raza vacuna cruzándola con la parda alpina alcanzando muy buena calidad de su leche e impulsando su famosa mantequilla, que de manera habitual venían confeccionando de forma artesanal desde tiempo inmemorial.
Prueba de su elaboración contamos aun con recipientes destinados al batido de la nata como el manzador o manzadero de madera, que consistía en tubo ancho de madera, preferentemente de sauce, que se usaba, junto con un palo (rolda), para palear la leche hasta que por solidificación se produjese la manteca de vaca.
En la actualidad, las hijas y nietas del Valle del Tera son las nuevas guardianas y transmisoras de una tradición que se resiste a sucumbir ante los envites de la modernidad y el avance de la despoblación, guardándose para los trasnochos aquellos secretos que hicieron de su sierra, “la de Carcaña, una de las más ricas de España”.
2.2. Ganadería equina
En cuanto al ganado equino, tanto sus usos como las razas, fueron evolucionando desde la Antigüedad, partiendo de un tipo de caballo de tamaño medio, ligero, rústico y resistente que ocupaba el centro de la península, y que fue cruzándose con una gran variedad de razas caballares foráneas, quedando algunas individualidades de esta raza antigua denominada “de las mesetas españolas” ubicadas en el Sistema Ibérico y proximidades de las provincias de Soria y Guadalajara. Esta raza fue la acompañante de los rebaños ovinos trashumantes y junto a ella se fue haciendo frecuente el caballo de las estepas (Equus Przewalskii), introducido desde Levante a través del valle del Ebro, conformando un tipo de tamaño medio, altas extremidades, tronco corto y gran velocidad, que supuso la base de la caballería tanto de los guerreros cristianos como de los árabes.
Es a partir de la Edad Moderna cuando irá desapareciendo la misión guerrera del caballo, potenciándose el cruce con caballos europeos de gran tamaño y perfil acarnerado, orientándose hacia una utilización como animal de montura, de tiro en las labores agrícolas, o bien para el transporte de mineral, leña, carbón, estiércol, aros, gamellas, hierba, víveres, etc. En Pinares y otras comarcas, como hemos visto, sería empleado a su vez para los trabajos de guardas, empleados municipales y vecinos que se servían de ellos para el marcado de la corta de pinos, arreglo de las suertes, etc., aunque de forma generalizada, su crianza girará en torno a la producción de mulas, más rústicas y válidas para la agricultura.
De nuevo, vemos que la cría del ganado caballar tradicionalmente se llevó a cabo en régimen de semilibertad por los montes comunales del entorno de los pueblos, satisfaciendo sus exigencias alimentarias con muy poco esfuerzo y dinero, las cuales son menores que las de vacas y ovejas ya que son capaces de aprovechar aquellas hierbas que estas desperdician, incluso en condiciones muy adversas. Sólo en invierno debían ser mantenidos en los establos, alimentándose con forrajes, paja y grano, saliendo los domingos y festivos a pastar al campo conducido por duleros.
De hecho, un caballo en libertad se mueve continuamente ejercitándose y manteniendo todo su organismo activo, come más forraje y menos alimento concentrado, no coge vicios de cuadra como tragar aire y está mucho más relajado, lo que beneficiaría notablemente a los jinetes.

Estas costumbres pastoriles serían muy similares a las que aún se mantienen en algunas regiones gallegas, asturianas y vascas, aunque sólo las casas más pudientes pudieron mantener rebaños de caballos.

Ya a finales del siglo XIX al hallarse plenamente dedicados a la agricultura, se consolidan toda una serie de razas pesadas, entre las que destacarían la bretona o la percherona.



(II) LOS CUSTODIOS DEL GANADO EN LA CELTIBERIA SORIANA

(Parte 2) LA GANADERÍA EN LA CELTIBERIA SORIANA
Exvoto de una cabeza de bóvido procedente de Numancia (Museo Numantino)

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La ganadería debió jugar un importante papel para las comunidades que habitaban el Alto Duero durante la Edad del Hierro, constituyéndose como uno de los pilares fundamentales de su economía, aunque de ninguna manera debió ser una actividad especializada, ya que la supervivencia de estos grupos humanos no hubiera sido posible sin el complemento de los numerosos recursos que el entorno les ofrecía, como la agricultura, la caza y la recolección.
Sin duda, debió constituir un valor riqueza fundamental, centro de disputas y codicias entre pueblos, pero también de acuerdos, pactos y alianzas, además de ser empleado como mercancía y/o moneda de cambio dentro de los mecanismos de contacto intercomunitario de estas poblaciones.
Pero para poder indagar sobre la importancia que debió alcanzar la ganadería entre las sociedades celtibéricas del área que aquí nos ocupa, no solo hemos tenido en cuenta las fuentes etnológicas desarrolladas líneas atrás, sino que también nos hemos acercado a la reconstrucción del medio ecológico vegetal que debió tener Soria durante la Edad del Hierro, además de cotejar algunos de los pasajes de las fuentes clásicas que nos puedan poner sobre la pista, y por supuesto, toda la información derivada del registro arqueológico, epigráfico e iconográfico conservado hasta nuestros días.

1. UN MEDIO DE CLARA VOCACIÓN GANADERA
  • Paleoclimatología
En primer lugar, es importante considerar a la climatología como uno de los factores que más influyen en la configuración de la red hidrográfica y en la formación de suelos potencialmente aptos para el desarrollo de las actividades agrarias. Esta marcaría la vida de unas sociedades profundamente aferradas a los ciclos de la naturaleza, cuyas fluctuaciones pudieron no solo afectar en lo estrictamente económico, sino que también sobre el plano social, llegando incluso a poder obligar a la población a reorientar sus costumbres en busca de soluciones de adaptabilidad.
Las incidencias que genera la climatología tendrán mayor intensidad en las áreas de montaña, aunque es importante tener en cuenta ciertas matizaciones derivadas de la formación de microclimas, en los que es común la inversión térmica nocturna en los fondos de valle y la creación de zonas protegidas por el arbolado que actúa como biorregulador (Javier Ibáñez González ;1999).
Una vez hechas estas salvedades, sabemos que la Edad del Hierro se inauguraría con el cambio climático del periodo suboreal al subatlántico, paso que se produce a través de un brusco enfriamiento iniciado desde el siglo XIV a.C., hasta el siglo VIII a.C., momento de mayor frío alcanzado. A partir del siglo VII y durante el VI y primera mitad del V a.C. se produjo una paulatina recuperación térmica (verano de una semana menos) que se prolongaría hasta la primera mitad del IV a.C., incrementándose la vocación ganadera gracias al aumento de los pastizales montanos de mayor calidad. Seguidamente se originaría un nuevo acrecentamiento del frío, con un descenso de 1,2 ºC respecto a la actualidad, hasta alcanzar temperaturas y un régimen de humedad similar a los de hoy día a partir del siglo III a.C., momento en el que se ampliarían las posibilidades de cultivar cereales.
  • El entorno paleovegetal
A la hora de reconstruir el medio ecológico vegetal de nuestra zona de estudio, hemos intentado ofrecer unos parámetros básicos que, aunque hipotéticos, ayuden a conocer las especies vegetales que se desarrollaron en el medio físico ocupado por estas sociedades pretéritas. Para ello se han empleado los Mapas de Series de Vegetación del M.AP.A. elaborados por Rivas-Martínez (1985), que deberán ser valorados teniendo en cuenta las características paleoclimáticas del pasado, y posteriormente contrastados con los resultados de análisis paleopalinológicos, paleocarpológicos y paleoantracológicos desarrollados únicamente en El Castillejo de Garray y en la necrópolis de Numancia, así como en otras áreas del valle del Duero, donde este tipo de análisis se han desarrollado con mayor grado e intensidad. 
Vista aérea del entorno de Numancia (http://numantinos.com)
De tal manera, podemos suponer que el paisaje dominante durante la Edad del Hierro era infinitamente más boscoso que el actual, aunque todavía pueden contemplarse parte de los series originales conservadas de los bosques primitivos, los cuales coinciden casi al completo con los que ofrecen los resultados analíticos del entorno de Numancia y con los del Duero Medio (Delibes et al, 1995). Entre las especies predominantes estarían las distintas variedades de Quercus, como los quejigos, robles, rebollos, encinas, melojos, etc., que junto con el matorral arbustivo de monte alto y un sotobosque compuesto por diferentes variedades leñosas, conformarían espacios densos, generalmente de monte bajo en las proximidades de los asentamientos, proporcionándoles gran variedad de recursos, así como zonas que permiten el aprovechamiento ganadero debido a que producen abundante pasto en su piso bajo gracias al poder regenerador que poseen sus raíces. En otras zonas más abiertas y menos aptas para el desarrollo de la vegetación, próximas a las sierras de la zona centro y sur, existe un predominio de sabinas y enebros, con suelos de peor calidad para el ganado vacuno, pero aceptables para el ovino y porcino, mientras que en latitudes más altas, expuestos a los vientos dominantes que cruzan la provincia, se desarrollarían otras variedades arbóreas como el Pino silvestre y el Pino negral, bien documentado en los pólenes presentes del Castillejo de Garray y a través de los análisis antracológicos de la necrópolis de la ciudad arévaca (Tabernero et al; 1999).
Por otra parte, el grado de humedad superior que muestran los análisis polínicos del entorno de Numancia, nos retrotrae a un paisaje en el que se formarían paleolagunas, favoreciendo el desarrollo de zonas de pasto verdes durante casi todo el año, además de bosques de ribera con gran variedad de especies que proporcionarían maderas blandas y juncos muy aptos para la confección de herramientas y elementos de cestería como los documentados a partir de la etnografía.
  • Relación con las áreas de captación de los yacimientos
En cuanto a las áreas de captación de los castros constatados para la I Edad del Hierro (siglos VI-IV a.C.), cabe apuntar el predominio de suelos de mayor humedad para el crecimiento de pastizales de alta calidad dentro de un radio de entre 1 y 2 Kms. Así, el entorno de los yacimientos proporcionaría amplias posibilidades para el sustento de la cabaña ganadera durante la mayor parte del año, puesto que la sierra en su conjunto como territorio de captación anual, ofrece en un espacio relativamente reducido la posibilidad de alternar pastos de alta montaña y fondo de valle sin llevar a cabo grandes desplazamientos, compensando de esta manera las pérdidas que frecuentemente se producirían como consecuencia de las enfermedades, ataques de depredadores etc. 
Para la II Edad del Hierro (siglos IV-II a.C.), ciudades y poblados parecen situarse en áreas mixtas para el aprovechamiento agrícola y ganadero, mientras que las aldeas se asientan sobre áreas de cultivos casi en su totalidad, y los castillos sobre extensiones relacionadas con la ganadería, quedando los bosques en situación marginal respecto a los asentamientos. No obstante, la actividad que abarca una mayor extensión de tierras es igualmente la ganadería, en torno al 55%, muy por encima del agrícola y la explotación de los bosques, aunque estos usos no deben ser considerados excluyentes (Liceras (Garrido, R. y Jimeno Martínez, A.; 2016).

Ciudades celtibéricas del Alto Duero y sus territorios (Liceras (Garrido, R. y Jimeno Martínez, A.; 2016)

2. FUENTES DIRECTAS
Los escasos datos con los que contamos para conocer la composición de la cabaña ganadera de la I Edad del Hierro se han reducido a simples menciones en diarios y memorias de excavaciones, donde se habla de “abundantes restos de fauna”, entre los que podían diferenciarse algunas especies asociadas al ganado vacuno, ovino o piezas de caza, como las documentadas por Taracena en Castilfrío de la Sierra y en Valdeavellano de Tera (1924; 1927; 1941 ), o las de excavaciones algo más recientes en El Royo (Eiroa; 1979) y en el Castro del Zarranzano (Romero; 1991).
A esta parquedad documental, le sumamos para este periodo temprano el análisis osteológico llevado a cabo en el Castillejo de Fuensaúco, (Bellver Garrido; 1992), aunque la proporción de datos analizados sea ínfima (85 NR), además de resultar poco representativa como para extraer conclusiones medianamente definitivas. Del mismo modo, las muestras obtenidas proceden de una excavación parcial que a su vez carece de otro tipo de análisis que pudiesen arrojar algo más de luz, como estudios de microfauna, determinación de sexos, cálculos de la biomasa, número mínimo de individuos (NMI), paleopatologías, etc.
Para momentos más avanzados contamos con la documentación de restos de fauna extraída de las excavaciones efectuadas en la Numancia del siglo III a.C., que junto con los datos procedentes de otras regiones contemporáneas y las escuetas menciones aportadas por los textos clásicos, a las que se le unen algunos de los objetos exhumados relacionados indirectamente con actividades ganaderas, nos servirán para obtener una aproximación general.
  • Ganado bovino
Los datos del muestreo llevados a cabo en el Castillejo de Fuensaúco, (Bellver, J.A; 1992), a pesar de que como hemos indicado, no pueden ser considerados estadísticos, ofrecen numerosos restos de ganado vacuno, bos taurus, especie que presentaría unas características muy similares a las razas autóctonas actuales.
Así, en el entorno inmediato del Alto Duero, el porcentaje de NR vacuno será sumamente elevado, (sin sobrepasar el 20% de NR), por debajo únicamente de los ovicaprinos, en consonancia con los datos aportados en otros yacimientos de Guadalajara, León, Segovia, valle del Ebro y sobretodo del Duero Medio tanto para momentos tempranos como para la etapa vaccea, donde incluso llegarían a alcanzar en algunos asentamientos el primer puesto en representatividad (Blasco Sancho; 1999).
Vaso de los toros, Numancia (Foto: Museo Numantino)
Esto implicaría que el vacuno sería una de las especies más explotadas durante la Primera Edad del Hierro, descendiendo como tónica general en nuestro entorno a medida que se alcanza la plenitud celtibérica en beneficio de la cabaña ovicaprina, cuyo predominio será abrumador.
A partir del registro arqueológico de la Manzana XXIII de la Numancia del siglo III a.C., contamos con cifras para el vacuno del 12%. para un contingente poblacional que alcanzaría aproximadamente las 1.500 almas.
Además, la falta de osteopatías y deformaciones propias de las cabañas estabuladas, podría interpretarse como el desarrollo de una ganadería bovina que pastaba en régimen de semilibertad, seguramente en las inmediaciones de los poblados, dada la menor capacidad de recorrido que tiene este ganado en relación con el ovino y la gran riqueza pascícola de la ribera del Duero y del área lagunar del entorno de Numancia, donde se observan valores altos para el aprovechamiento potencial de bóvidos (Liceras Garrido, R. y Jimeno Martínez, A.; 2016).
Por otro lado, llama la atención que en Fuensauco, a partir de la evidencia en de algunas huellas de manipulación de huesos largos con fines alimenticios, podríamos tener indicios de aprovechamiento primario de esta especie. Los patrones de edad de sacrificio muestran predominio de individuos subadultos, (entre 24 y 60 meses de vida), lo que significa un aprovechamiento más rentable a efectos cárnicos. Nuevamente esta información coincide, en parte, con los análisis de algunos yacimientos del Duero Medio, donde se documentan múltiples marcas de manipulación antrópica en las muestras recogidas, (evidencias de descuartizamiento, desollado, seccionado de cornamentas, decapitaciones, piezas quemadas para su cocinado, etc.), lo que parece rebelar sin duda la destinación de buena parte de estos recursos a su consumo alimenticio, aunque no podemos asegurar en qué medida fueron valorados para tal fin, ya que la dieta de estas poblaciones no parecen basarse en el consumo de proteínas de origen animal (Jimeno et al; 1996).
Por otro lado, el ganado bovino y sus pieles podrían haber actuado como don intercambiable para sellar acuerdos, captar alianzas, asegurar fidelidades y regularizar lazos clientelares, o bien como botín, tributo o dinero en momentos más tardíos. En este sentido resultará reveladora la cita de Diodoro de Sicilia (5,33,16), quien nos narra como en el 140 a.C., los habitantes de Numancia y Termancia pagan al general Pompeyo trescientos rehenes, nueve mil saga, tres mil pieles de buey, todas sus armas y ochocientos caballos de combate.
Tampoco podemos obviar el papel que tendría el aprovechamiento secundario de su leche, principalmente durante la Segunda Edad del Hierro. Al respecto, el propio Estrabón (3,3,7) al describir de forma genérica a los pueblos montañeses del norte de Iberia, comenta, no sin un afán de resaltar de forma subjetiva el carácter bárbaro de sus gentes, que además de consumir bellotas durante buena parte del año, elemento muy presente entre los numantinos, “en lugar de aceite usan manteca”, quién sabe si en referencia a este producto (o probablemente a la del cerdo) que tradicionalmente se han venido elaborando en la región desde tiempo inmemorial.
Por último, también sería posible su utilización como animal de tracción y carga, conforme muestran los estudios de patologías realizados una vez más en el Duero Medio para la Primera Edad del Hierro, donde se aprecian signos de sobreesfuerzos y cargas, así como huellas de castraciones, aunque en relación a esto último no podemos asegurar su vinculación directa con el laboreo del campo desde momentos tan tempranos, ya que todavía no existen evidencias de arados, al contrario que en momentos de plenitud celtibérica, donde la agricultura cerealística parece ganar más peso.
  • Ovicápridos
Desde los primeros compases de la Edad del Hierro la representación de ovejas y cabras en toda la Meseta Norte ha superado el 50% de los restos óseos recogidos, situándose, como norma general, en el primer lugar de especies documentadas, cifras que para momentos más avanzados aumentarán hasta alcanzar el 60% del total, tal y como así se evidencia en el registro arqueológico de Numancia.
El desarrollo de la cabaña ovina en el Alto Duero se vería potenciado, tal y como vimos anteriormente, con la existencia de un medio ecológico que proporcionaría una gran riqueza de pastos, además de los contrastes necesarios para su desarrollo y movilidad, con presencia de especies que llegarían a alcanzar tallas similares a las originarias celtas europeas de las que descienden las modernas razas celtibéricas, en función de los datos que aportan los taxones analizados.
Respecto a su aprovechamiento, nuevamente encontramos evidencias sobre el beneficio primario de su carne a partir de las marcas antrópicas de las muestras recogidas en Fuensaúco, con predominio de especies adultas y subadultas sacrificadas, aunque no faltan las juveniles e incluso las infantiles, éstas últimas formando parte de un acto simbólico de sacrificio en el que se depositan dentro de un hoyo fundacional, en consonancia con otros hallazgos ampliamente documentados tanto en el mundo ibérico como en el celtibérico.
No obstante, la obtención de carne para satisfacer las necesidades del grupo quedaría cubierta a partir de la caza de especies salvajes, puesto que la cría de domésticos para su consumo cárnico supondría un enorme “despilfarro”, resultando más verosímil que la estrategia pecuaria estuviese orientada hacia el aprovechamiento secundario. Al respecto, la documentación nos proporciona marcas de desollado, una elevada edad de sacrificio y el predominio de machos frente a hembras, algunos de ellos incluso con evidencias de haber sido castrados con el fin de para obtener un mayor aprovechamiento lanar y lácteo. 
Pastor soriano. (Foto: José Ortiz Echagüe)
Este aprovechamiento secundario se iría acentuando conforme aumentasen las necesidades de incrementar la producción y los rendimientos para garantizar el sustento de una población organizada a través de los oppida y sus poblados, aldeas y castillos dependientes. Así, la leche y sus derivados serían el alimento básico en la dieta alimenticia de estas poblaciones, cuyo consumo podía realizarse en forma de cuajadas, calostros, quesos, nata, mantequilla, etc., o mezclado con cereales y otras especies vegetales, tal y como se evidencia desde los siglos VII-VI a.C., a partir de los análisis de residuos de contenedores cerámicos del poblado de El Solejón (Hinojosa del Campo, Soria). Dichas muestras apuntan directamente la presencia de microflora (lactobacterias diplococcos y streptococcos) referida a restos lácteos que se mezclaban con otras especies vegetales, (Tarancón et alií; 1997/98), constituyendo la prueba fehaciente más antigua del aprovechamiento secundario que se llevó a cabo con la cabaña ovicaprina en la región soriana. Además, en cuanto a la escasez de datos materiales relacionados con la trasformación de productos lácteos, es probable que se hiciera a partir de herramientas confeccionadas con materiales efímeros similares a los descritos a partir de la etnografía, los cuales, como hemos visto, no dejan evidencia arqueológica. Excepcionalmente y con una cronología más temprana que nos retrotrae a la Edad del Bronce, contamos en nuestra zona de estudio con lo que parecen ser encellas cerámicas para la elaboración de quesos, como las documentadas en la necrópolis de Sabinar y en el yacimiento de los Tolmos de Caracena, aunque no parece que tuvieran continuidad en la Edad del Hierro, quizás porque fuesen manufacturadas con otros materiales que no dejan huella.
*        Encella de El Sabinar, Montuenga de Soria (Arcos de Jalón) Bronce Antiguo (2.200-1.800 a.C.)
En cuanto al hilado, ya vimos igualmente a través de la etnografía como preferentemente se emplearon instrumentos confeccionados con materiales orgánicos, ya fuesen cardos naturales o usos de madera o hueso, existiendo algunos paralelos sobre su temprana utilización, como la fusayola hallada en el castro de Castilfrío de la Sierra o las depositadas en las tumbas de la necrópolis celtibérica de Carratiermes, sin obviar las pesas de telar cerámicas documentadas en contextos domésticos de Numancia, Langa de Duero y Castilmontán.
Ilustración realizada por Manuel Guillén López
Pero sin duda, el aprovechamiento de la lana debió jugar un papel primordial en las sociedades plenamente celtibéricas, recordando de nuevo la cita de Diodoro de Sicilia (5,33,16) en relación al suministro de 9.000 saga por parte de los habitantes de Numancia y Termancia, sin duda un producto intercambiable que parece alcanzar alto valor y fama. Estos saga que vestían los celtíberos y que hasta el mismísimo Escipión portó mientras durara la campaña de Numancia, aparecen descritos por el sículo como “abrigos negros muy rudos de una lana parecida al pelo de la cabra”, prendas sin duda, que parecen similares a las empleadas hasta hace bien poco por los pastores que transitaron por estas tierras, tal y como vimos a la hora de comentar las evidencias etnográficas llegadas hasta nuestros días.
  • Ganadería porcina
La presencia de sus domesticus es relativamente escasa en la mayoría de los yacimientos de la Primera Edad del Hierro analizados de la cuenca del Duero, ocupando el tercer o cuarto puesto en representación, (5-10 % de NP), lo que denota una baja importancia dentro de las estrategias económicas de estas comunidades campesinas.

Este tipo de ganadería no tiene asentados unos criterios morfológicos que distingan las especies domésticas de las salvajes (jabalíes), por lo que las valoraciones al respecto presentan enormes dificultades. La edad de sacrificio de los ejemplares documentados en el Castillejo de Fuensaúco coincide con la representada para casi todo el valle del Duero durante los primeros compases de la Edad del Hierro, primándose los individuos subadutos y adultos, lo que evidencia una estrategia de optimización del rendimiento cárnico en detrimento de la obtención de carne más tierna. Este aprovechamiento exclusivo, seguramente estaría destinado a complementar y satisfacer las necesidades proteínicas de la comunidad (jamones, grasa, etc), aunque existen algunos ejemplos de sacrificios infantiles y juveniles en poblados contemporáneos (Soto de Medinilla), quizás relacionados con un tipo de acto ceremonial destinado a evitar el acopio de riqueza a través del consumo en determinados momentos de grandes cantidades cárnicas, donde no importaría el gasto que suponía la ingestión de una especie joven.
En cuanto al proceso de salado de los jamones, se conserva una primera receta escrita del siglo II a.C. recogida en el libro "De re agrícola" de Catón el Viejo, cuya elaboración resulta muy similar al proceso que se describe en el recetario tradicional de los pueblos sorianos.
Por otro lado, esta baja representatividad de la especie porcina parece disminuir tímidamente durante el Celtibérico Pleno, alcanzando para los restos analizados de Numancia cifras en torno al 11.7%.
A partir de los datos históricos que refrendan la existencia de desplazamientos trasterminantes de piaras entre Tierras Altas (San Pedro Manrique) y Tierra del Burgo (Aldehuela de Calatañazor) como forma de pastoreo tradicional practicado en la región, así como la posibilidad de que la raza existente fuese la perteneciente al Tronco porcino celta, más resistente y preparado para llevar a cabo dichos movimientos, podemos sugerir que para la etapa celtibérica pudiese haber sido en cierta medida similar. De ser así, se haría necesario el establecimiento de lazos de hospitalidad entre los pueblos implicados que garantizasen la seguridad de los porqueros, siendo enormemente sugerente la relación que pudiese tener al respecto el hallazgo de la tésera de hospitalidad del siglo I a.C. con silueta de cerdo procedente de Uxama (Osma), que como veremos más adelante, cuenta con una inscripción en silaboalfabeto celtibérico en la que se aprueba a través de dos legados, la acogida, el hospedaje y la protección de una figura forastera, quizás en el sentido de asegurar el libre tránsito de pastores y ganados.
  •  Ganadería equina
Fibula de caballito. (Museo Numantino)
El caballo aparecerá integrado en la estructura ideológica de las comunidades de la Edad del Hierro, ejerciendo como bien de prestigio y elemento regulador de estatus social en sus primeros momentos, y como símbolo de los nuevos valores políticos urbanos a partir de la plenitud de la celtiberización de la región.
Apenas contamos con datos que nos hablen del estado de domesticación de estos animales para la Primera Edad del Hierro, cuya introducción tradicionalmente se asoció a las oleadas indoeuropeas y a los grupos de Campos de Urnas que penetraron desde el Nordeste, aunque sólo a partir del 800 a.C. aparecerá generalizado en las tumbas de Europa Oriental y Central, evidenciándose su utilización como animal de monta en diversos yacimientos del tránsito del Bronce Final-Hierro I, como en Moncín (Borja, Zaragoza), Zafranales y Vincamet (Fraga, Huesca), La Pedrera (Vallonga de Balaguer-Térmens) y área del Moncayo, etc., donde incluso parece jugar desde los primeros momentos cierto papel de prestigio, como así lo demuestran los enterramientos de fetos de équidos documentados para en Els Vilars de Arbeca (G.I.P. Universitat de Lleida; 2003).
Para las regiones del Duero su presencia es menor, a excepción de Soto de Medinilla (Valadolid), y su empleo será mayoritariamente para la monta (como así parece indicar el desgaste de un premolar indicativo del uso de bocados), carga y trasporte, y en menor medida para su consumo alimenticio, éste último interpretado como un aprovechamiento excepcional, probablemente ritual.
No obstante, el caballo estuvo íntimamente ligado desde sus comienzos a las relaciones de poder de los primeros linajes aristocráticos que surgen en las familias y clanes de los poblados y castros que se articulan en torno a un ideal de vida heroica, otorgando rango y estatus a su poseedor.
Como animal privilegiado, pudo jugar el papel de herramienta diplomática, a modo de regalo aristocrático que circularía junto a otros muchos objetos exógenos, como los discos coraza, cuchillos afalcatados, algunas fíbulas anulares, las primeras cerámicas torneadas, modelos evolucionados de espadas, varias placas de cinturones, etc., que tras ser intercambiados, a la muerte de su noble propietario serían depositados en las tumbas de las necrópolis del siglo V a.C. (Fase I de Lorrio Alvarado; 1997). Especialmente relevante será la presencia en las tumbas de arreos y bocados de caballo, e incluso alguna ofrenda faunística (Numancia), pudiendo destacar el ejemplo de la necrópolis de La Mercadera (Rioseco de Soria), donde se hallaron 6 enterramientos con arreos, asociados con armas en todos los casos, cinco de los cuales fueron consideradas tumbas «ricas» (Lorrio, 1997; Jimeno, 2004).
Bocado de caballo procedente de la necrópolis de Alpanseque (Foto: MAN)
Por lo tanto, estaríamos ante un animal muy costoso, solo al alcance de una élite que se sirve de ellos para controlar los intercambios que circulan, especialmente movimientos de ganados, pastizales y zonas de paso, e incluso en actividades tan propias de la nobleza como en la caza y la guerra, acometiendo razias y auxilios con gran rapidez de desplazamiento, puesto que en un día podían llegar a cubrir, en condiciones óptimas y sin carga, cerca de 130 km.
En la Segunda Edad del Hierro el caballo alcanzaría una valoración más amplia como emblema político colectivo de los integrantes de un territorio controlado por un oppida. Así, las élites dominantes de estos núcleos protourbanos, apoyadas en instituciones como la fides, la devotio o el hospitium, conformarían una clase de caballeros de gran alcance social, ya que serían éstos los que representaban y dirigían a la comunidad a nivel interno y a su vez en alianzas étnicas mayores.
En cuanto a su representatividad osteológica, seguirán ocupando posiciones bastante modestas, con cifras que para el caso de la Numancia del siglo III a.C. no superarían el 5% del total.
Las posibilidades de crianza de caballos, como hemos visto, son óptimas, aunque su posesión quedase muy restringida a dichos grupos oligárquicos que conformarán la fuerza militar más importante de las ciudades-estado celtibéricas, que con el tiempo pasarían a engrosar las filas de los cuerpos mercenarios de cartagineses y después de romanos, dada la fama y el prestigio que alcanzarán en el manejo de estos animales para la guerra. 
A finales del siglo V y comienzos del siglo IV a.C. se produce la paulatina desaparición de importantes elementos de prestigio que antes se depositaban en las tumbas, como los cascos, los discos-coraza y los umbos de bronce decorados. Ya llegados al III-II a.C., se tiende a la uniformización de la panoplia, cuyos dos elementos fundamentales son la espada y, especialmente, el puñal biglobular. Al mismo tiempo aparecen y se generalizan fíbulas de caballo, con o sin jinete, báculos de distinción (necrópolis de Numancia), y en fechas más avanzadas acuñaciones de monedas con la imagen del jinete lancero (Arekoratas, Muro), cuyo significado se pone en relación con emblemas políticos colectivos, así como con elementos religiosos y espirituales asociados en muchos casos a signos astrales, como es el caso de los vasos cerámicos pintados de Numancia.
Moneda con jinete lancero de Arekorata
Por otro lado, las fuentes escritas también darán cuenta sobre el enorme valor y significado que alcanzan los caballos celtibéricos, siempre relacionados con el mundo de la guerra y como animal de monta. Así, por ejemplo Polibio (fr.95) en la guerra de Numancia, cuenta como durante la batalla quedaban los caballos en la retaguardia “atados a pequeños postes de hierro, esperando la vuelta de los jinetes”, observación que concuerda con la idea de que estas élites luchaban como infantería montada. Este mismo autor también se hace eco sobre cómo “se arrodilla un caballo para dejar subir al jinete”, resaltando siempre la habilidad de los celtíberos en su manejo para estos fines. También, Estrabón subraya que los caballos celtíberos son de color gris, pero que fuera del país, pierden este color, asemejándolos a los partos y destacando su rapidez respecto a otras razas, lo que se contradice con la cita de Silio Itálico, quien expresa que “los caballos de Uxama, Celtiberia, se distinguen de un caballo normal ibérico, que es ligero y rápido, tanto por su constitución más pesada que significa menos velocidad, como por su vida más larga”.
No obstante, este tipo de fuentes escritas parecen excesivamente literarias al referirse a la gran facilidad con que los pueblos prerromanos capturaban a los caballos salvajes y los domaban y adiestraban según sus necesidades bélicas o cotidianas, visión sesgada por parte de una cultura civilizada frente al salvajismo celtibérico, cuya conquista quedaba justificada. Aún así, durante la ocupación romana las fuentes informan en reiteradas ocasiones sobre el empleo del caballo como tributo o indemnización de guerra (véase de nuevo la cita de Diodoro de Sicilia, 5,33,16), es decir como patrón de riqueza, además de símbolo de defensa, poder y fortuna.
Arévacos en el asedio de Numancia (Ilustración de Angus Mcbride)
Añadir que cabría la posibilidad de durante la Edad del Hierro pudiesen haber convivido diferentes razas equinas tal y como se ha venido sucediendo en todo el ámbito de la Meseta Norte a lo largo de la historia, además de que posiblemente se dispusiesen numerosas yeguadas criadas en los montes comunales del entorno adyacente a los poblados en estado de semilibertad, de forma similar a los manejos que tradicionalmente se llevaron en Soria y que aún se mantienen en otros territorios más norteños.
Entonces, la caballería en sí, ¿sería realmente la encargada de custodiar el ganado?