Se acerca la estación fría, la estación oscura, los días cortos y las noches interminables, el tiempo de recordar a los ancestros y el momento de actualizar los ritos necesarios para que el ciclo natural vuelva a completarse.
Así, de todas las festividades que se celebran a comienzos de este periodo de penumbra, hay una que destaca por su carácter único, así como por la riqueza de
su simbolismo envolvente. Esta es la festa
da Cabra e do Canhoto, tradición que aún pervive en la localidad
trasmontana de Cidoes (Portugal), a
pocos kilómetros de Vinhais.
La celebración tiene lugar en la madrugada del último día de octubre, la
víspera de la festividad cristiana de Todos los Santos, en la noche de Samaín, el año nuevo para la cultura celta
que un día estuvo presente en estas tierras, aunque como veremos a
continuación, parece que nunca nos ha abandonado del todo. Éstos dejaron
constancia de su presencia en este territorio a través de los múltiples castros
que salpican sus elevaciones, dotados todos ellos de grandes murallas, hoy
arruinadas, y de restos cerámicos dispersos que son el último aliento de la voz
que un día expirarían a los cuatro vientos dejando fluir su tradición milenaria
y su modo de entender el mundo.
Murallas del viejo castro de Ousilhao (Tras os Montes, Potugal)
Es por ello que la carga mágica y simbólica con la que fue dotada esta fecha
desde tiempo inmemorial no parece haberse apagado, su llama permanece
encendida, perenne es su mensaje. Es en ese preciso momento cuando se abren las
puertas entre el mundo de los vivos y los muertos.
Fotografía Luis Vilanova
En esencia, la fiesta que tiene lugar en Cidoes no deja de ser un convite comunitario en el que participa la
población local y algunos forasteros. Antaño se dinamizaba con los rapaces
solteros, quienes daban rienda suelta a la subversión, la violación del orden
social y el caos como nota habitual para fijar un nuevo ciclo. Por tanto,
siempre fue una fiesta agraria, iniciática, un rito de paso que daría comienzo
al caer la noche del último día de octubre, del año.
Para la ocasión, estos jóvenes compraban una cabra vieja machorra para ser
comida en comunión con todos los vecinos, a la que podían acompañar de alguna
pieza de caza, mucho vino y las habituales castañas que por estas fechas abundan
en la zona.
La leña que ardería para cocer la cabra solía robarse, dando comienzo así a
la primera acción infractora del orden establecido, era fundamental que fuese
así, formaba parte del ritual, aunque en la actualidad sean los jóvenes lo que
un fin de semana antes acudan al bosque a cortarla y trasportarla.
Así, se encendería al hacer la noche una gran hoguera central, la mayor, la
sagrada, sobre la cual se dispondrían los potes de hierro en los que se
cocinaría el animal sacrificado durante varias horas, al mismo tiempo que se encendían
otras muchas alrededor para asar castañas.
Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
Desinhibidos con el calor del fuego y del vino, pronto el caos se apoderaba
de la aldea, al mismo tiempo que se ponía en marcha un ancestral acto litúrgico que duraría toda
la noche.
Por un lado, los mozos del pueblo, ataviados con gruesas cortezas de juncos
que repelían la lluvia, o por firmes y cálidos capotes oscuros, subían la
ladera empinada de un cerro donde quizás un día se levantara un castro, empujando
un pesado y chirriante carro de bueyes hasta llegar a su cima. Una vez allí, se
elegiría un ejemplar viejo de roble o un castaño carcomido para ser cortado y servir
de trono en el ritual, permitiendo que los ejemplares más jóvenes de su entorno
creciesen con mayor fuerza. Nada se escapa del simbolismo.
Los mejores troncos, la espina dorsal del árbol, por donde fluiría su
savia, serían posteriormente cargados en el carro. Es lo que denominarían, y
aún llaman canhoto, que harán bajar a
la localidad a media noche, tal y como mandaba la tradición.
Por otro lado, en la aldea se produce el reparto de vino joven y la carne
de cabra, ingrediente básico en esta cena comunal, a la que se le acompañaría de
castañas asadas, un producto que siempre estuvo ligado al culto del sol y del
fuego, asociado a la resurrección de los muertos en su faceta más simbólica.
Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
Con el sonar de gaitas, tambores y bombos se cantan y bailan canciones
populares, hasta que en las postrimerías de la media noche se avivara la gran hoguera
festiva con toda la solemnidad que exigiera el momento, ya que se propiciaba a
la divinidad para que el calor del sol y su luz no se extinguiera durante el
largo periodo que se estaba abriendo paso. Permanecería encendida toda la noche,
dando cobijo e iluminando todo tipo de rituales destinados a expulsar a los
malos espíritus, las lluvias torrenciales que podrían dañar los frutos, y en
definitiva, destinados a apaciguar a una naturaleza que quedaría purificada para
el nuevo año. Es el principio del fin, donde todos los males eran quemados por
el fuego.
Llegada la hora mágica de la media noche darían comienzo varias suertes de
magia, efectuándose pactos con entidades demoniacas y haciendo aparición de la
oscuridad del monte, como si de una hueste espectral se tratara, aquel carro de
madera cargado del árbol cortado del que tiran los rapaces más dispuestos de la
localidad entre el chirriar de sus ruedas. Encima de éste, sobre los troncos
del canhoto que hace las veces de
trono, iría una figura enigmática, trascendente y profética ataviada de una máscara demoniaca hecha de
madera, dotada a su vez de dos cuernos rojos, y una larga cabellera negra que caería
sobre su espalda cubierta por el mono rojo que viste y una capa negra con las
insignias de la muerte. Gesticulando y agitando su tridente amenazante, incitaba
a sus secuaces a proseguir la marcha del carro y los provocaba para que instaurasen
el caos en la aldea.
Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
Era el personaje central de la fiesta, con quien los participantes a este
acto establecerían un pacto simbólico. El Diablo o mascarado otorgaba al
momento de una gran magia, al igual que el canhoto,
sirviendo para establecer la comunicación entre el hombre y la divinidad, los
vivos y los muertos, en un tiempo crucial de paso a otro ciclo vital.
Este caos infernal al llegar el nuevo día se trasformaría en orden por la
fuerza de la energía liberada durante la noche por este ente fantástico que expulsaba a los
malos espíritus y liberaba a la población de todos los desarreglos que podrán
acecharlos en el transcurrir del nuevo periodo.
El carro proseguía su marcha por todas las calles de la localidad, renovando
a su paso la energía necesaria para consumar el paso de estación, con el Diablo
o mascarado encaramado en su alto, dando órdenes, hasta completar su misión y
dar media vuelta para regresar. Es entonces cuando se abrían las puertas de las
cuadras y corrales para que pudieran salir los animales y provocar destrozos en
los sembrados, el momento en el que se llevaban a cabo pequeños hurtos, de burros,
de otros carros, de tiestos que cambian de sitio, etc. En definitiva, era el instante
en el que se producía el más absoluto desorden, representándose así al propio invierno,
a la oscuridad, a la noche. Nadie dormiría hasta el amanecer.
A la mañana siguiente, todo volvería al orden, se visitarían las tumbas del
cementerio, había merecido la pena comer en acto litúrgico a la cabra, la
divinidad había sido aplacada, los espíritus maléficos espantados, daba
comienzo un nuevo y próspero ciclo, se había cumplido el ritual, por delante quedaba
un largo, frío y duro invierno.
En una localidad cercana, Ousilhao,
los canhotos que serían cortados igualmente
durante la noche anterior por los jóvenes de la aldea, serán subastados
públicamente entre sus vecinos, actualizando así el orden natural y dando paso
a un nuevo tiempo, que durante el solsticio, más concretamente en San Esteban
(26 de diciembre), volverá a ser objeto de ritual, en este caso a través de una
de las mejores mascaradas invernales a las que se puede asistir en la comarca.
En la actualidad, por medio de
la Associaçao Raízes de Cidoes, se le ha añadido a esta
tradición trasmontana una recreación festiva del Samaín celta en el centro de la localidad, que atrae a más de tres
mil visitantes. La cifra es más que notable si tenemos en cuenta que en
invierno apenas supera las 17 almas. Así, vemos que no sólo ha sobrevivido a
nuestros días, sino que por caprichos del destino se ha potenciado y ha
recibido añadidos que quizás hace dos milenios estuvieron presentes en este
mágico entorno, aunque eso no lo podamos saber a ciencia cierta. Quizás el
eterno retorno nos esté brindando esta nueva oportunidad de conectar con
nuestra raíz, con nuestra esencia más profunda, con la identidad de nuestro
pueblo.
Ahora todo lo descrito líneas atrás se acompaña de una “nueva” gran
escenificación que consiste en la realización de una gran queimada que tendrá
lugar tras el convite. Presidiendo esta ceremonia
hoy contamos con un druida bien ataviado para la ocasión, acompañado a su vez de
unas sacerdotisas que ayudan a distribuir el brebaje entre los asistentes entre
cantos y danzas. Así, invocando al dios Dagda
mientras se remueve el aguardiente en un gran caldero, similar al que en la
mitología irlandesa otorgaría el poder de resucitar a los muertos, se realiza
el conjuro y se espanta todo lo negativo para garantizar la prosperidad del año
que hoy comienza, entre los que hacen sus delicias saltando entre círculos de
fuego, bailando, recitando viejas canciones, etc.
Finalmente, acabando así con estos actos lúdicos que juegan a ser sagrados,
se quema la imagen de una cabra en lo alto ante la mirada atónita de los testigos
que en esta fría noche allí se concentran, liberando todos los pecados de la
población y aliviando el peso del cambio de ciclo.
Es en ese momento cuando se conecta con la tradición antigua y hace aparición
el carro que trasporta el canhoto
dirigido por ese ser demoniaco que con la cabeza de la cabra sacrificada para
la cena promete venganza.
Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
La estación oscura se ha abierto paso, se han completado los ritos, dancen
o no las viejas tradiciones con las nuevas, el asombro y el reencuentro con lo
atávico está asegurado. Si el poder de este ritual que hunde las raíces en la céltica
hispana, como una parte más de la europea, no pudo ser aplacado por ningún
concilio eclesiástico, no seamos nosotros los que le dejemos morir. De momento
goza de una salud envidiable.
Valgan estas palabras para dar a conocer, sobretodo a los habitantes del
otro lado de la raya, como es mi caso, algunas de las fiestas más interesantes
de nuestra tradición, de nuestra Iberia mágica y ancestral, tierra que antaño
no entendió de fronteras y que hoy parece empeñada en darse la espalda.
Somos parte de una misma raíz, mi más sincero reconocimiento a Tras os
Montes y a todo Portugal, que vuelva a arder la leña de almas, por muchos años.
¡Sea!
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
PINELO TIZA, ANTÓNIO: Inverno mágico, Volume II, Lisboa, Ancora Editora, 2015.