LA FIESTA DE LA CABRA Y DEL CANHOTO (CIDOES, TRAS OS MONTES, PORTUGAL).


Se acerca la estación fría, la estación oscura, los días cortos y las noches interminables, el tiempo de recordar a los ancestros y el momento de actualizar los ritos necesarios para que el ciclo natural vuelva a completarse.
Así, de todas las festividades que se celebran a comienzos de este periodo de penumbra, hay una que destaca por su carácter único, así como por la riqueza de su  simbolismo envolvente. Esta es la festa da Cabra e do Canhoto, tradición que aún pervive en la localidad trasmontana de Cidoes (Portugal), a pocos kilómetros de Vinhais.
La celebración tiene lugar en la madrugada del último día de octubre, la víspera de la festividad cristiana de Todos los Santos, en la noche de Samaín, el año nuevo para la cultura celta que un día estuvo presente en estas tierras, aunque como veremos a continuación, parece que nunca nos ha abandonado del todo. Éstos dejaron constancia de su presencia en este territorio a través de los múltiples castros que salpican sus elevaciones, dotados todos ellos de grandes murallas, hoy arruinadas, y de restos cerámicos dispersos que son el último aliento de la voz que un día expirarían a los cuatro vientos dejando fluir su tradición milenaria y su modo de entender el mundo.
Murallas del viejo castro de Ousilhao (Tras os Montes, Potugal)
Es por ello que la carga mágica y simbólica con la que fue dotada esta fecha desde tiempo inmemorial no parece haberse apagado, su llama permanece encendida, perenne es su mensaje. Es en ese preciso momento cuando se abren las puertas entre el mundo de los vivos y los muertos.
Fotografía Luis Vilanova
En esencia, la fiesta que tiene lugar en Cidoes no deja de ser un convite comunitario en el que participa la población local y algunos forasteros. Antaño se dinamizaba con los rapaces solteros, quienes daban rienda suelta a la subversión, la violación del orden social y el caos como nota habitual para fijar un nuevo ciclo. Por tanto, siempre fue una fiesta agraria, iniciática, un rito de paso que daría comienzo al caer la noche del último día de octubre, del año.
Para la ocasión, estos jóvenes compraban una cabra vieja machorra para ser comida en comunión con todos los vecinos, a la que podían acompañar de alguna pieza de caza, mucho vino y las habituales castañas que por estas fechas abundan en la zona.
La leña que ardería para cocer la cabra solía robarse, dando comienzo así a la primera acción infractora del orden establecido, era fundamental que fuese así, formaba parte del ritual, aunque en la actualidad sean los jóvenes lo que un fin de semana antes acudan al bosque a cortarla y trasportarla.
Así, se encendería al hacer la noche una gran hoguera central, la mayor, la sagrada, sobre la cual se dispondrían los potes de hierro en los que se cocinaría el animal sacrificado durante varias horas, al mismo tiempo que se encendían otras muchas alrededor para asar castañas.
Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
Desinhibidos con el calor del fuego y del vino, pronto el caos se apoderaba de la aldea, al mismo tiempo que se ponía en marcha  un ancestral acto litúrgico que duraría toda la noche.
Por un lado, los mozos del pueblo, ataviados con gruesas cortezas de juncos que repelían la lluvia, o por firmes y cálidos capotes oscuros, subían la ladera empinada de un cerro donde quizás un día se levantara un castro, empujando un pesado y chirriante carro de bueyes hasta llegar a su cima. Una vez allí, se elegiría un ejemplar viejo de roble o un castaño carcomido para ser cortado y servir de trono en el ritual, permitiendo que los ejemplares más jóvenes de su entorno creciesen con mayor fuerza. Nada se escapa del simbolismo.
Los mejores troncos, la espina dorsal del árbol, por donde fluiría su savia, serían posteriormente cargados en el carro. Es lo que denominarían, y aún llaman canhoto, que harán bajar a la localidad a media noche, tal y como mandaba la tradición.
Por otro lado, en la aldea se produce el reparto de vino joven y la carne de cabra, ingrediente básico en esta cena comunal, a la que se le acompañaría de castañas asadas, un producto que siempre estuvo ligado al culto del sol y del fuego, asociado a la resurrección de los muertos en su faceta más simbólica.
Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
Con el sonar de gaitas, tambores y bombos se cantan y bailan canciones populares, hasta que en las postrimerías de la media noche se avivara la gran hoguera festiva con toda la solemnidad que exigiera el momento, ya que se propiciaba a la divinidad para que el calor del sol y su luz no se extinguiera durante el largo periodo que se estaba abriendo paso. Permanecería encendida toda la noche, dando cobijo e iluminando todo tipo de rituales destinados a expulsar a los malos espíritus, las lluvias torrenciales que podrían dañar los frutos, y en definitiva, destinados a apaciguar a una naturaleza que quedaría purificada para el nuevo año. Es el principio del fin, donde todos los males eran quemados por el fuego.


Llegada la hora mágica de la media noche darían comienzo varias suertes de magia, efectuándose pactos con entidades demoniacas y haciendo aparición de la oscuridad del monte, como si de una hueste espectral se tratara, aquel carro de madera cargado del árbol cortado del que tiran los rapaces más dispuestos de la localidad entre el chirriar de sus ruedas. Encima de éste, sobre los troncos del canhoto que hace las veces de trono, iría una figura enigmática, trascendente y  profética  ataviada de una máscara demoniaca hecha de madera, dotada a su vez de dos cuernos rojos, y una larga cabellera negra que caería sobre su espalda cubierta por el mono rojo que viste y una capa negra con las insignias de la muerte. Gesticulando y agitando su tridente amenazante, incitaba a sus secuaces a proseguir la marcha del carro y los provocaba para que instaurasen el caos en la aldea.
Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
Era el personaje central de la fiesta, con quien los participantes a este acto establecerían un pacto simbólico. El Diablo o mascarado otorgaba al momento de una gran magia, al igual que el canhoto, sirviendo para establecer la comunicación entre el hombre y la divinidad, los vivos y los muertos, en un tiempo crucial de paso a otro ciclo vital.
Este caos infernal al llegar el nuevo día se trasformaría en orden por la fuerza de la energía liberada durante la noche por  este ente fantástico que expulsaba a los malos espíritus y liberaba a la población de todos los desarreglos que podrán acecharlos en el transcurrir del nuevo periodo.
El carro proseguía su marcha por todas las calles de la localidad, renovando a su paso la energía necesaria para consumar el paso de estación, con el Diablo o mascarado encaramado en su alto, dando órdenes, hasta completar su misión y dar media vuelta para regresar. Es entonces cuando se abrían las puertas de las cuadras y corrales para que pudieran salir los animales y provocar destrozos en los sembrados, el momento en el que se llevaban a cabo pequeños hurtos, de burros, de otros carros, de tiestos que cambian de sitio, etc. En definitiva, era el instante en el que se producía el más absoluto desorden, representándose así al propio invierno, a la oscuridad, a la noche. Nadie dormiría hasta el amanecer. 

A la mañana siguiente, todo volvería al orden, se visitarían las tumbas del cementerio, había merecido la pena comer en acto litúrgico a la cabra, la divinidad había sido aplacada, los espíritus maléficos espantados, daba comienzo un nuevo y próspero ciclo, se había cumplido el ritual, por delante quedaba un largo, frío y duro invierno.
En una localidad cercana, Ousilhao, los canhotos que serían cortados igualmente durante la noche anterior por los jóvenes de la aldea, serán subastados públicamente entre sus vecinos, actualizando así el orden natural y dando paso a un nuevo tiempo, que durante el solsticio, más concretamente en San Esteban (26 de diciembre), volverá a ser objeto de ritual, en este caso a través de una de las mejores mascaradas invernales a las que se puede asistir en la comarca.  

En la actualidad, por medio de la Associaçao Raízes de Cidoes, se le ha añadido a esta tradición trasmontana una recreación festiva del Samaín celta en el centro de la localidad, que atrae a más de tres mil visitantes. La cifra es más que notable si tenemos en cuenta que en invierno apenas supera las 17 almas. Así, vemos que no sólo ha sobrevivido a nuestros días, sino que por caprichos del destino se ha potenciado y ha recibido añadidos que quizás hace dos milenios estuvieron presentes en este mágico entorno, aunque eso no lo podamos saber a ciencia cierta. Quizás el eterno retorno nos esté brindando esta nueva oportunidad de conectar con nuestra raíz, con nuestra esencia más profunda, con la identidad de nuestro pueblo.
Ahora todo lo descrito líneas atrás se acompaña de una “nueva” gran escenificación que consiste en la realización de una gran queimada que tendrá lugar tras el convite.  Presidiendo esta ceremonia hoy contamos con un druida bien ataviado para la ocasión, acompañado a su vez de unas sacerdotisas que ayudan a distribuir el brebaje entre los asistentes entre cantos y danzas. Así, invocando al dios Dagda mientras se remueve el aguardiente en un gran caldero, similar al que en la mitología irlandesa otorgaría el poder de resucitar a los muertos, se realiza el conjuro y se espanta todo lo negativo para garantizar la prosperidad del año que hoy comienza, entre los que hacen sus delicias saltando entre círculos de fuego, bailando, recitando viejas canciones, etc.

Finalmente, acabando así con estos actos lúdicos que juegan a ser sagrados, se quema la imagen de una cabra en lo alto ante la mirada atónita de los testigos que en esta fría noche allí se concentran, liberando todos los pecados de la población y aliviando el peso del cambio de ciclo.
Es en ese momento cuando se conecta con la tradición antigua y hace aparición el carro que trasporta el canhoto dirigido por ese ser demoniaco que con la cabeza de la cabra sacrificada para la cena promete venganza.

Fotografía: Cámara Municipal de Vinhais
La estación oscura se ha abierto paso, se han completado los ritos, dancen o no las viejas tradiciones con las nuevas, el asombro y el reencuentro con lo atávico está asegurado. Si el poder de este ritual que hunde las raíces en la céltica hispana, como una parte más de la europea, no pudo ser aplacado por ningún concilio eclesiástico, no seamos nosotros los que le dejemos morir. De momento goza de una salud envidiable.

Valgan estas palabras para dar a conocer, sobretodo a los habitantes del otro lado de la raya, como es mi caso, algunas de las fiestas más interesantes de nuestra tradición, de nuestra Iberia mágica y ancestral, tierra que antaño no entendió de fronteras y que hoy parece empeñada en darse la espalda.

Somos parte de una misma raíz, mi más sincero reconocimiento a Tras os Montes y a todo Portugal, que vuelva a arder la leña de almas, por muchos años. ¡Sea!



REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
PINELO TIZA, ANTÓNIO: Inverno mágico, Volume II, Lisboa, Ancora Editora, 2015.

UN CULTO CÉLTICO A LAS AGUAS EN LA FUENTONA (MURIEL DE LA FUENTE)


Foto: sorianitelaimaginas.com
La Fuentona es un manantial de origen kárstico que se inserta dentro de un pequeño cañón calizo cercano al municipio soriano de Muriel de la Fuente, donde nace el  río Avión, tributario del Ucero, que a su vez nutre al Duero.
Allí nos encontramos ante una bella laguna de unos 30 m. de diámetro, alimentada por las aguas que corren a través de un sifón y varias galerías sumergidas que llegan a alcanzar los 100 metros de profundidad, llegándose a extender a lo largo de medio kilómetro que se sepa, ya que sus trabajos de exploración no han concluido.

Estamos, por tanto, ante un paraje inmensurable que en tiempos de la Edad del Hierro estuvo poblado por la etnia de los arévacos, los cuales han dejado su huella en los cementerios cercanos de Ucero, La Mercadera (Rioseco de Soria) o Uxama (El Burgo de Osma), además de en los asentamientos próximos de Los Castejones de Calatañazor y El Pico de Cabrejas del Pinar.
El primero de ellos fue identificado desde antiguo por Eduardo Saavedra (1879) y Blas Taracena (1929) como la Voluce celtibérica, situada dentro de la vía XXVII del Itinerario de Antonino (siglo III), aunque dicha propuesta se ha puesto en duda en la actualidad.
Imagen de Los Castejones de Calatañazor (celtiberiasoria.es)
El castro de El Pico de Cabrejas del Pinar se encuentra ubicado sobre un cerro inexpugnable, tanto por sus defensas naturales, como por la línea de muralla con una torre y un friso de piedras hincadas que guardan su lado más vulnerable, desde donde se domina la entrada del estrecho valle del Arroyo de la Hoz. Fue adscrito inicialmente a la Cultura Castreña Soriana de la Primera Edad del Hierro, (VII-V a.C.), confirmado a partir de las últimas dataciones radiocarbónicas (Vega Maeso y Carmona Ballestero, 2013), aunque posiblemente fue celtiberizado de forma más temprana que los castros de la serranía, en relación con los poblados y necrópolis al sur de la Sierra de Frentes y Cabrejas.

Ortofoto de El Pico de Cabrejas del Pinar (celtiberiasoria.es)
En un momento anterior, en el Bronce Final (siglos XI-X a.C.), se documentó un depósito metálico en la vecina localidad pinariega de Covaleda, al pié de la sierra de Duruelo,   formado por dos hachas con nervio central, anillas laterales y talón; un hacha plana con anillas laterales y talón; un hacha plana (con apéndices laterales), y un regatón de lanza. Este hallazgo, parece estar, siglos atrás, simbólicamente en sintonía con el casco aparecido en las aguas de La Fuentona que a continuación vamos a presentar. Ahora bien, en este caso, el depósito parece tener un carácter profano, ya que aparece en una encrucijada o lugar de paso estratégico, importante a la hora de articular la circulación interior en zonas accidentadas, así como sagrado, a modo de lugar de transición de un mundo al otro y frontera entre territorios, entre lo habitado y lo deshabitado (Ruíz Galvez, 1995). 
Depósito de Covaleda
Volviendo al manantial de Muriel de la Fuente, a escasos 200 metros se produjo el hallazgo de un casco celtibérico recuperado en una sola pieza, aunque roto y ligeramente deformado, probablemente de forma intencionada, con el fin de inutilizarlo tras un ritual que desconocemos. El ejemplar se inserta dentro de los de tipo hispano-calcídico, datado en torno a los siglos III-II a.C.y se describe como un casco realizado a partir de una chapa de bronce batido, que conserva parte de la ligeramente carenada, con recorte de la lámina para las aperturas de los ojos, separadas por el protector nasal, y las orejas, con estrecho guardanuca ligeramente arqueado (Jimeno, A. et al, 2005).
Casco celtibérico de Muriel de la Fuente (Museo Numantino)
Esta pieza excepcional ha corrido mejor suerte que otras, como los cascos celtibéricos subastados recientemente en Alemania procedentes del yacimiento de Arákitos (Aranda del Moncayo, Zaragoza), ya que forma parte del Museo Numantino desde 1977.
Cascos de Aranda del Moncayo (Zaragoza)
Además, viene a sumarse a otros hallazgos en contextos acuáticos, de los que se conocen una gran variedad en nuestra Península Ibérica, por lo que no parece que nos encontremos ante un descubrimiento casual.
Los ejemplos más antiguos que disponemos a la hora de documentar objetos metálicos inutilizados previamente al ser arrojados a las aguas nos remiten Bronce Final (siglos XI-X a.C.), como los de la Ría de Huelva, interpretado inicialmente como un barco hundido con chatarra, aunque hoy se le considera un depósito ritual; el de Leiro (Rianxo, La Coruña), en la desembocadura del río Ulla junto a la playa; y el de Caudete de las Fuentes (Valencia), donde se recuperó lo que parece un casco de plata.

Casco encontrado en la Ría de Huelva
Adscritos a la Primera Edad del Hierro (siglos VII-VI a.C), se han recuperado otros ejemplares inutilizados de forma ritual antes de ser ofrendados a las aguas en ríos del Suroeste peninsular, caso del casco corintio antiguo del rio Guadalete (Jerez de la Frontera, Cádiz), del corintio de la Ría de Huelva y del casco etrusco-corintio de la desembocadura del Guadalquivir en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).
Casco corintio hallado en el río Guadalete (Museo Arqueológico de Jerez)

Para momentos más avanzados contamos el casco de tipo Montefortino recuperado en el río Guadalquivir junto a la localidad sevillana de San Juan de Aznalfarache, fechado a lo largo del siglo III a.C., junto a otro de este mismo tipo y cronología cercana encontrado en Caldelas de Tuy (Pontevedra), lo que demuestra la larga tradición en el tiempo de este tipo de ritos (En Lorrio, 2013).
Casco hallado en Caldelas de Tuy (Pontevedra)
A lo sumo, este tipo de hallazgos entronca con las prácticas rituales y votivas de arrojar objetos de valor, normalmente armas, a las aguas de ríos y lagos conocidos en buena parte de Europa Central y Occidental desde el Bronce Final y la Edad del Hierro.
El ejemplo más espectacular con el que contamos para este tipo de ritos, es el del yacimiento británico del Bronce Final de Flag Fen (Cambridgeshire), al Este de Inglaterra, situado en una región pantanosa, que en el momento de su ocupación formaba parte de una isla abierta a una bahía. Entre el 1350 y 950 a.C. se construyó una barrera de pilotes de roble alineados en dirección NO/SE desde tierra firme, en un recorrido de más de 1 km, conectando con la plataforma de madera que se erigió en medio de la isla. En la parte Sur fueron hallados restos de cerámica, brazaletes de esquisto rotos intencionadamente, y más de 300 armas y objetos de bronce, deliberadamente rotos y arrojados a las aguas. En el lado Norte, frente a donde las armas fueron arrojadas, se depositaron, siguiendo también la alineación de lo postes, restos desarticulados de animales domésticos y, en menor medida, salvajes, así como restos humanos. Sus excavadores plantean que dicha construcción en medio del agua, así como las armas y otros objetos metálicos depositados allí, podría responder al proceso de deterioro climático que habría conducido a la inundación de los pastos circundantes, tradicionalmente explotados por las gentes de la zona desde el Neolítico, lo que habría producido una creciente tensión social y económica que habría derivado en la construcción de la empalizada y la plataforma que actuarían física y simbólicamente como barrera frente a la amenaza del agua. (En Ruíz Gávez, 1995)
Yacimiento del Bronce Final de Flag Fen (Inglaterra)
Otros ejemplos europeos significativos serían, por citar algunos, el recuperado en el río Eure (Francia), tributario del Sena y datado en el siglo IV a.C.; el ejemplar de cuernos sacado del río Támesis (Inglaterra) del siglo I a.C.; además de los hallazgos de cascos de tipo Mannheim, un tipo cesariano, al norte de la antigua Galia, muy frecuentes en contextos fluviales, lo que lleva a interpretar  que formasen parte de prácticas rituales complejas.


Cascos de tipo Mannheim
Es bien sabido que a inicios de la Edad del Hierro en la Europa templada, se produce un cambio respecto a los cascos “de cresta” de tipo atlántico, los cuales dejan de depositarse como ofrenda funeraria y se depositan mayoritariamente en contextos acuáticos. Este hecho contrasta con lo que sucede al sur de los Alpes, en la Italia continental, donde siguen siendo encomendados a las incineraciones en las tumbas hasta época romana, siendo raros los casos de depósitos de cascos fluviales.


Mapa de la dispersión de los hallazgos de cascos de la Edad del Hierro en el Mediterráneo y la Europa Central y Occidental (Alberto Lorrio, 2013)

En definitiva, el hecho de que todos estos hallazgos aparezcan en desembocaduras, lugares de nacimiento de ríos o enclaves naturales de inundación periódica, podría relacionarse con el carácter simbólico de los ríos como puntos de salida/entrada físico y funerario, vinculado a la idea de muerte y regeneración (Ruiz Gálvez, 1995). Si a esto le sumamos su probable inutilización ritual intencionada, llegamos a la conclusión que estamos ante un proceso complejo que tiene en cuenta desde los aspectos individuales de quién lo ofrendó, el ambiente religioso del acto  y, en último lugar, el contexto histórico y cultural del mismo.
A diferencia de otros objetos rituales que podrían formar parte de un santuario para ser  exhibidos, el casco hallado en La Fuentona formaría parte de un acto de sacrificio (el propio objeto) que contaría con el agua como elemento catalizador de dos realidades, tradición ancestral relacionada con las creencias celtas atestiguadas en diferentes lugares de la Península Ibérica.
El enclave jugaría un papel muy importante, a modo de espacio natural acuático posiblemente sacralizado, similar a otros lugares como la Fuente Redonda de Uclés (Cuenca), donde se encontró un altar de piedra dedicado al dios Aironis,  divinidad céltica de las aguas y el inframundo, cuyo nombre recuerda al del topónimo ampliamente distribuido por la meseta de “pozo airón”, quizás como perduración del teónimo. Este tipo de manantiales profundos son recogidos por la tradición y las leyendas como pozos sin fondos, “ojos de mar”, tal es el caso del de Hontoria del Pinar (Burgos) y por qué no el de nuestra Fuentona.


Fuentes bibliográficas
JIMENO,A; DE LA TORRE, J.I.; BERZOSA, R; GRANDA,R. (1999). “El utillaje de hierro en Numancia y su información económica.” en F. Burillo (coor). Economía. IV Simposio sobre los Celtiberos. Institución Fernando el Católico. Zaragoza.
LORRIO ALVARADO, A. (2013) “El casco celtibérico de Muriel de la Fuente  (Soria) y los hallazgos de cascos en las aguas en la península Ibérica”. Complutum, vol. 24 (1), 151-173. Madrid.
RUIZ- GÁLVEZ, M; (1995). “Depósitos del Bronce Final: ¿sagrado o profano?, ¿sagrado y, a la vez, profano?. En Ritos de paso y puntos de paso. Complutum EXTRA, 5. Madrid.


VEGA MAESO,C. y BALLESTERO, E. (2013): Nuevos datos sobre la Edad del Hierro en el Alto Duero: el castro de El Pico (Cabrejas del Pinar, Soria). Trabajos de Prehistoria 70 (2): 372-384.

Junio de 2015


LA FRAGUA ENCENDIDA DE LOS PELENDONES

  1. FRAGUAS Y HERREROS DE AYER Y HOY
No hace mucho tiempo que aún se podía escuchar el sonido del hierro caliente al ser golpeado monótonamente sobre el yunque de alguna de las fraguas que se levantaban por las remotas aldeas que poblaban con vitalidad lo que un día fue territorio pelendón, en la serranía norte de Soria.
Las fraguas, a comienzos del pasado siglo, eran los  templos sagrados de los herreros. Se situaban cerca de puntos de agua, necesaria para el temple del metal y a las afueras de las localidades, garantizando así el trasiego del ganado que peregrinaba hacía ellas para ser herrado.

El herrero, ejercía este noble oficio por tradición familiar; sus abuelos, tíos, padres, primos y hermanos formaban parte del gremio, ¿y qué iban a hacer si no?, ya que era habitual que el que se dedicaba a este oficio no tuviese tierras ni ganado. Sin embargo, contaba en su casa con un maestro dispuesto a enseñarle «las artes del hierro» que iría aprendiendo sobre la marcha, guardando todos sus secretos más profundos, que quedaban en familia.

Años antes de que la mecanización del campo fuese un hecho y de que miles de aldeanos abandonasen sus tierras para marchar a las bulliciosas ciudades que ofrecían nuevas oportunidades, era habitual que una vez aprendido lo básico en la escuela, sin alcanzar apenas la adolescencia, uno se dedicase de lleno al oficio para el que había sido llamado, en nuestro caso, el de herrero.

Y allí, bajo el techo de una fragua, a la luz y calor del fogón, entre tenazas y martillos pasaban las estaciones sin que el tiempo se parase a recordarle que no había conocido paisaje alguno más allá de la última majada que se oteaba en el horizonte por la estrecha ventana de su fortín de tejas rojas, a excepción de los pueblos colindantes de los que recibiese algún que otro encargo.

Las fraguas en las que desempeñaban su oficio solían ser propiedad del Ayuntamiento de cada pueblo, quien establecía, generalmente el día del patrón, un contrato con el herrero para que se comprometiese a realizar tantas rejas, punzones o aperos de labranza durante el año, a cambio del pago que los vecinos hacían a través de esta institución, generalmente en grano, aunque ese día en el que se cerraba el trato era habitual que el herrero pagara una robra de vino, lo que viene a ser, unos 20 litros (Ruíz Jiménez et al. 1990).

Además, el herrero desempeñaba otros muchos trabajos a petición particular, como herraduras para las caballerías, azadas, escardillos, palas, rastrillos, rejerías y todo tipo de útiles domésticos (tenazas, badiles, cuchillos, tijeras, navajas, sartenes,  llaves, etc.), que le eran pagados en moneda, excepto si el encargo provenía de algún otro artesano, donde funcionaba el trueque. Y es que en casi todos los oficios por entonces se empleaban instrumentos realizados por este noble escultor del metal.

El herrero trabajaba sin un horario específico, levantándose cuando empezaba a clarear, poco antes que lo hiciesen el resto de los campesinos, a quienes les gustaba encontrar bien temprano la fragua abierta por si tenían que solicitar de su trabajo.
Hasta la puesta de sol la fragua no se quedaba vacía más que una hora para ir a comer, sirviendo además como espacio de reunión improvisado de los hombres. Era raro que alguien no se dejase caer por ahí un rato a lo largo del día, aunque no requiriese de sus servicios. El herrero trabajaba, oía, veía y callaba, no daba ni quitaba razón alguna a las muchas conversaciones que allí se llevaban a cabo ininterrumpidamente.
Todas estas relaciones comunitarias hacían de la fragua un lugar lleno de vida, donde incluso los niños entraban para que el herrero les dejase tirar un rato de la cadena del fuelle. Éste, estaba formado por dos tablas grandes de madera superpuestas, unidas con cuero, de tal manera que al separarse, el espacio comprendido entre ambas y el cuero se llenaba de aire, siendo expulsado y dirigido al fuego cuando se tiraba de dicha cadena colocada al lado del fogón, alimentado por carbón de piña que el mismo hacía, para que el herrero pudiera utilizarla con la mano izquierda, mientras que con la derecha sujetaba las tenazas que sostenían el hierro que quería calentar.
Además, el oficio gozaba de cierta relevancia y prestigio en el pueblo, ya que ni eran agricultores ni ganaderos y solían tener siempre su dinerillo, a diferencia de éstos que vivían a expensas de que la cosecha o la cría fueran buenas. Estaban incluso muy solicitados por las mujeres para contraer matrimonio, ya que así únicamente éstas se dedicaban a los hijos y a las labores domésticas, liberándose de trabajar la tierra.
Valga la siguiente copla recogida en Muriel, Soria (Ruíz Jiménez et al; 1990) para ilustrar lo anteriormente dicho:
«Yo me casé con el herrero por comer cosa caliente, y al día siguiente me dio con el martillo en los dientes.»
Como colectivo, desde la Alta Edad Media se reunían en gremios y cofradías para defender sus intereses y protegerse, en especial, de trabajadores foráneos. Después surgirían las asociaciones de socorros mutuos para ayudarse en caso de muerte y enfermedad de los artesanos. Ya en el siglo XX formaban en la provincia de Soria una agrupación sindicada que contaba con una organización elegida democráticamente, teniendo en cuenta la representación de las distintas áreas geográficas, la cual les ofrecía derecho a percibir un subsidio de jubilación y les proporcionaba el hierro necesario en los momentos difíciles y de escasez del metal (Goig Soler, I).

ENTRE SEGEDA Y NUMANCIA: Donde los romanos cambiaron el calendario


Entre las ciudades celtibéricas de Segeda (Mara, Calatayud, Zaragoza) y Numancia (Garray, Soria) se produjo un hecho transcendental para nuestra Historia, y es que los romanos decidieron cambiar el calendario para poder llegar a tiempo a su conquista del interior de Celtiberia. Así fue que el comienzo del año a partir de entonces se situó el 1 de enero y no el 15 de marzo (idus de marzo) como era costumbre, y por eso seguimos nombrando meses que no se corresponden con su numeración, como septiembre, octubre, noviembre y diciembre. Veamos que hay detrás de esta historia.
Todo comenzó con el incumplimiento del pacto establecido entre Segeda, capital de los celtíberos llamados Belos, con Roma, mediante el cuál, a cambio de ciertos tributos y el compromiso de no edificar nuevas ciudades en su territorio, el Senado romano mantendría con ella la paz.

El inicio de la ampliación de las murallas de la ciudad celtibérica para dar cabida a su creciente población en el 154 a.C., provocó la declaración de guerra de la potencia mediterránea, un mero pretexto para continuar su expansión por la zona, ya que ello no implicaba la construcción de nuevas ciudades. 


Ante el temor de tener que organizar la defensa con las murallas desprotegidas, los segedanos acudieron a pedir ayuda a sus vecinos arévacos de Numancia, quienes les acogieron generosamente, lo que a la postre les resultaría muy caro.

Es ahora cuando el Senado romano toma una decisión sin precedentes. En lugar de elegir a un pretor para dirigir la guerra, como era habitual hasta entonces, se designó al cargo político-militar más alto existente en la República, un cónsul, que tomaría posesión de sus funciones en las calendas de enero del año 153 a.C., quedando así fijada esta nueva fecha como el día en el que empezaba oficialmente el año. 
La presencia de la ciudad de Segeda desierta ante llegada del ejército romano dirigido por el cónsul Nobilior, provocó que éste tomase la decisión de darles alcance y obtener así una victoria rápida y sencilla, cayendo en la trampa preparada por la coalición de estas dos ciudades celtibéricas, conocedoras de los secretos de estas tierras, infringiéndoles una derrota por sorpresa que sacaría los colores a la ciudad eterna.
No obstante, en la escaramuza, el líder de los segedanos, Caro, encontró la muerte, provocando que los celtíberos cesaran su empeño guerrero y se reagruparan en Numancia, hecho que permitió a los romanos tomar aliento y preparar el asedio de la ciudad con la ayuda de los elefantes de los númidas que se incorporan al ejército tras remontar el valle del Ebro desde la costa levantina. Pero estos seres monstruosos a los ojos de un celtíbero, no supusieron el efecto esperado, pues una gran piedra arrojada desde las murallas de la ciudad arévaca dio de lleno a uno de ellos, provocando una estampida generalizada por el contagio del miedo entre estas bestias y a su vez, la de los soldados romanos que temían ser aplastados por su propia arma de guerra.
Los celtíberos, aprovechando el caos reinante, vuelven a salir de su fortaleza consiguiendo la huida de las tropas de Nobilior, quien encuentra refugio para pasar el invierno a 7 kilómetros de Numancia, en Renieblas, a la espera de la llegada del siguiente cónsul en la próxima primavera.
Aquí es donde entra en escena el general invierno que nunca olvidarían unos romanos mal preparados y pertrechados para aguantar a semejante enemigo desconocido. La situación debió ser de tal magnitud, que cuando hace acto de presencia el nuevo cónsul, Marcelo, éste opta por retirarse a Roma y enviar una delegación de celtíberos que negociaría una paz provisional, lo que supondría un breve respiro a numantinos y segedanos, estos últimos pudiendo regresar a su ciudad.

Veinte años pasaron para que Numancia cayera definitivamente ante el poder de la potente Roma, fueron muchas legiones las que desfilaron por sus agrestes tierras, encabezadas por generales que fracasaron en su empeño uno tras otro, como Quinto Cecilio Metello Macedónico, Quinto Pompeyo, Marco Popilio Laena, Cayo  hostilio Mancino, hasta qué llegó Cornelio Escipion Emiliano, que sería recordado desde entonces como "el numantino". 
En resumen, así fue como dieron comienzo las guerras numantinas y como Roma modificó su calendario. Se cuenta que los romanos con tan solo escuchar los gritos de estos aguerridos arévacos salían despavoridos. Sea cierto o no, Celtiberia está en el centro de nuestra Historia y como prueba de ello aquí tenemos el origen de nuestra manera de concebir el tiempo, eterno gracias a Numancia y Segeda.

Para más información sobre Numancia ver documental (pincha imagen):

Fuentes: 

LA CELTIBERIZACIÓN DEL ALTO DUERO: EL CASO DE EL PICO (CABREJAS DEL PINAR, SORIA)

El presente artículo pretende dar a conocer las últimas novedades de la investigación respecto al proceso de "celtiberización" del Alto Duero, donde al parecer pudieron darse para la Primera Edad del Hierro dos realidades culturales y quizás étnicas, la de los castros de la serranía norte de Soria y la de los poblados y necrópolis al sur de las Sierras de Frentes y Cabrejas. Las diferencias entre una zona y otra quedarían diluidas en torno a la mitad del siglo IV a.C., momento en el que se produce el abandono de la mayoría de los Castros Sorianos y la aparición en la serranía de una nueva concepción social jerarquizada que iría unida a una cultura material y tipo de organización del poblamiento diferente al de la etapa anterior.
Es por ello que, tomando como referencia los recientes trabajos de Romero y Lorrio (2011) y Vega y Carmona (2013), pretendemos abordar este momento de cambio, que en el caso del yacimiento de El Pico de Cabrejas del Pinar pudo producirse con anterioridad al de los castros, mostrando una área de fricción entre sendas realidades arqueológicas, que le harían vincularse a los poblados y necrópolis del centro de la actual provincia de Soria, superando su tradicional adscripción con los castros de la serranía.
Por tanto, trataremos de abordar el tema con el máximo rigor posible, siendo conscientes que la parquedad de datos con los que contamos nos hacen movernos en el campo de la hipótesis, cuerda floja que en ocasiones puede llevarnos a perder el equilibrio y caer en la mera especulación. Nuestro intención será transmitir las últimas novedades de la investigación y reflexionar sobre las conclusiones que se derivan de ellas.
EL PICO DE CABREJAS DEL PINAR (SORIA)

El asentamiento de El Pico se sitúa en un espigón triangular de 1,1 ha. en la sierra de Cabrejas, controlando la entrada del estrecho valle del arroyo de la Hoz, paso natural entre la serranía norte de Soria, ocupada por los asentamientos castreños y la zona centro-sur, donde predominan otro tipo de poblados que parecen asociarse con las primeras necrópolis celtibéricas de la Edad del Hierro.(Romero y Lorrio, 2011).
El yacimiento, rodeado por tres de sus lados por barrancos, refuerza sus defensas naturales con una muralla con una torre y un friso de piedras hincadas, características que junto a la aparición de cerámica a mano de cocción reductora y restos a torno celtibéricos recogidos a partir de prospecciones,  fueron la base para su inclusión dentro del grupo de los castros sorianos de la I Edad del Hierro con una fase final celtiberizada (Romero Carnicero, 1991).
No obstante, han existido discrepancias entre los investigadores, encontrando quienes lo consideraron un hábitat más moderno, cuya ocupación se ceñiría a la II Edad del Hierro, en relación a una línea de castillos de vigilancia de las Sierras de Frentes y Cabrejas, dentro de un modelo de poblamiento "celtiberizado" y socialmente más complejo que el grupo castreño (Bachiller Gil, 1992) (Jimeno Martínez, 2011).
                                                                                                      Imagen de El Pico de Cabrejas del Pinar
De tal manera, antes de continuar indagando en este caso concreto, debemos tener en cuenta que para la Edad del Hierro en la provincia de Soria contamos con dos fases o periodos cronológicos en los que se puede adscribir dicho yacimiento, vamos a verlas en función de sus características generales para poder extraer conclusiones posteriores al respecto:

MARCO CRONOLÓGICO Y CARACTERÍSTICAS DE LA EDAD DEL HIERRO EN EL ALTO DUERO:

1) Primera Edad del Hierro (siglos VII-IVa.C.): Aparecen los clásicos castros sorianos de la serranía norte y otros poblados (y necrópolis) de la llanura aluvial del centro y sur de la actual provincia de Soria.
Respecto a los primeros, los CASTROS, nos encontramos ante un modelo de poblamiento lineal basado en la red fluvial, con emplazamientos en altura que presentan defensas monumentales formadas por murallas, fosos, torres y en ocasiones barreras de piedras hincadas, conformando hábitats que no superarían las 1,5 hectáreas.
El interior de los castros albergaría una densidad de población muy baja que hipotéticamente apenas debió exceder de las 5-15 familias nucleares. Su urbanismo es poco conocido, aunque se conocen cabañas de diferente morfología (circulares y cuadrangulares) y técnica constructiva. El fósil director de estos yacimientos serían las producciones de cerámicas realizadas a mano, tipológicamente definidas por Romero Carnicero (1991), junto a la aparición de una metalurgia mayoritariamente de bronce y la presencia de unos medios técnicos de producción no especializados como utillaje de silex, hachas pulimentadas y molinos barquiformes.
Adentrándonos en aspectos económicos, el análisis territorial nos ha deparado unas áreas de captación que hipotéticamente se reducen a un radio de entre 1 y 2 Kms, lo que supuestamente equivaldría a una superficie que raramente superaría las 1.000 Ha de extensión, de tal forma que no parecen producirse superposiciones entre los diferentes poblados y por lo tanto problemas de competencia directa. (Díaz Meléndez, 2005).
Es por ello, por lo que explotarían la gran variedad de alternativas de aprovechamiento estacionales que ofrecía el medio ecológico inmediato en el que quedaron insertos, con un 50 % suelos de mayor humedad aptos para el crecimiento de pastizales durante casi todo el año y posibilidades de alternar pastos de alta montaña y fondo de valle sin llevar a cabo grandes desplazamientos. Espacios de calidad muy modesta para llevar a cabo usos agrícolas intensivos, cultivos que probablemente se llevarían a a cabo en aquellos pequeños terrazgos de tierra situados en las inmediaciones de los poblados, así como amplia gama de recursos explotables, con abundancia de puntos de agua, extensas superficies boscosas con un alto grado de aprovechamientos, zonas de aluvión donde abundan las arcillas, afloraciones de mineral pétreo, (areniscas, conglomerados y calizas), sal en porcentajes más reducidos y vetas de mineral para su aprovechamiento metálico, hierro y plomo principalmente (Moncayo, Vinuesa, Montes Claros, Alcarrama, etc.) y en menor medida galena argentífera, cobre y cinc. 
Parece ser, por tanto, que las poblaciones castreñas estarían diversificando al máximo la producción dentro de un marco de relaciones probablemente equilibradas, donde cada aldea podría controlar de forma autosuficiente sus propios medios de producción, los cuales no supondrían el sobretrabajo de sus habitantes, el agotamiento de los recursos disponibles, ni  la mejora de la tecnología empleada, pero si  el equilibrio entre lo que se produce y consume, tal y como parece estar sucediendo en otras poblaciones castreñas del Noroeste (Fernández-Posse y Sánchez, 1998,142). 
Podríamos estar ante lo que podrían ser poblados de un “rango” similar, entendiendo como tal la ausencia de gradación en el tamaño, ya que no se detectan hábitats intermedios ni  lugares centrales desde donde se articulara el territorio.
Por último, decir que son desconocidos sus cementerios, elemento quizás diferenciador con respecto a los poblados ubicados más al sur, aunque en excavaciones recientes ha sido documentada una necrópolis entre el Puerto de Oncala y San Pedro Manrique, lugar próximo a la divisoria del Ebro y el Duero, que vienen a confirmar la presencia del ritual incinerador en la zona desde mucho antes de lo que venía diciéndose hasta el momento (Tabernero, Sanz y Benito, 2010).
En relación a los segundos, los POBLADOS del centro y sur provincial, tendríamos una serie de hábitats poco conocidos, ubicados también en altura, aunque en ningún caso inaccesibles, y de tamaño algo mayor que los emplazamientos castreños. Se desconoce cualquier tipo de construcciones defensivas para estos asentamientos, aunque algunos trabajos de prospección parecen haber detectado murallas, si bien de dudosa adscripción cronológica, como en el caso de Alepud (Morón de Almazán), Los Castillejos (Cubo de la Solana) y los casos de Nódalo o Cuevas de Soria, entre otros. Su registro material se compondría de cerámicas realizadas a mano similares formal y decorativamente a las de los castros de la serranía, aunque relacionadas mejor con los del sur del Sistema Central y Guadalajara. Estos, muestran en ocasiones continuidad durante la II Edad del Hierro, siendo el yacimiento mejor estudiado el de El Castillejo de Fuensaúco, con una secuencia estratigráfica que muestra una ocupación continuada de más de 500 años (VII-II a.C.). En este lugar, los trabajos arqueológicos llevados a cabo por Romero y Misiego (1995) pudieron documentar fondos de cabaña y viviendas de planta circular y cuadrangular asociadas a los diferentes momentos de ocupación durante la Edad del Hierro.
Imagen de El Castillejo de Fuensaúco
De tal manera, aunque no sea fácil, empiezan a relacionarse estos poblados con las necrópolis (Carratiermes, Ucero, La Mercadera, Ayllón y Pinilla Trasmonte, ...), en cuyas fases iniciales nos encontramos tumbas de incineración en urna con ajuares en los que aparecen armas (puntas de lanza, regatones y cuchillos curvos), adornos de bronce (fíbulas, broches de cinturón, pectorales y brazaletes) y fusayolas, relacionados con la demanda de bienes de prestigio, lo que apuntaría hacia una mayor complejidad de la sociedad, donde un grupo de privilegiados, posiblemente una élite guerrera, harían ostentación de ellos, mientras que otras tumbas carecen de ajuar alguno, e incluso algunos individuos de un nivel social más desfavorecido no tendrían cabida en dichos cementerios.
Por tanto, podríamos estar ante una misma fase cronológica con dos realidades culturales bien distintas, la de los castros de la serranía norte y la de los poblados-necrópolis de la llanura aluvial del centro y sur provincial, que bien podrían estar indicando la existencia de dos grupos étnicos diferenciados.

2) Segunda Edad del Hierro: Sus inicios se remontan al momento en el que se produce la "celtiberización" de la provincia en torno a mediados del siglo IV a.C., visible a través de cambios en el registro arqueológico. En relación a este momento de transición puede observarse el abandono de la mayoría de los castros de la serranía,  manteniéndose en algunos una ocupación "celtiberizada" al mismo tiempo en el que aparecen otros poblados de nueva planta en lugares destacados sobre amplias llanuras. Estos poblados presentan un modelo urbanístico similar al que se produce en otros lugares como en el valle del Ebro, es decir, con viviendas rectangulares dispuestas transversalmente en torno a una muralla y adosadas entre sí por medianiles comunes, dejando libre un espacio central o calle hacía donde se orientan las puertas (constatado en El Castillo de Taniñe, Castellar de Arévalo o Los Villares de Ventosa, así como en los de cronología más avanzada como Suellacabras, Castimontán (Somaén) y Castilterreño de Izana).
                                                                                               Imagen de El Castellar de Arévalo de la Sierra.
La cultura material de este momento viene definida por la presencia de cerámicas a torno de clara influencia ibérica, junto al desarrollo generalizado, ahora si, de la metalurgia del hierro. Esta última se constata sobre todo a partir de los ajuares funerarios de las necrópolis del Celtibérico Pleno (Carratiermes, Ucero, La Mercadera, La Requijada de Gormaz, Quintanas de Gormaz, La Revilla de Calatañazor y Viñas de Portuguí), donde las proporciones de sepulturas de guerreros con armamento son muy superiores a las de otros ámbitos del Alto Tajo-Alto Jalón, incorporando modelos evolucionados de espadas, como las diferentes variantes del tipo de antenas, al mismo tiempo que se detecta la ausencia de armas de bronce de parada.
Este proceso culminaría en torno al siglo III a.C. con la configuración de los primeros oppida o ciudades, como Numancia, Tiernes o Uxama, concentrando en ellos el poblamiento, en torno a los cuales se articulan otros poblados medianos y castillos fronterizos como los de Ontalvilla (Carbonera de Frentes) y Oceanilla, dentro ya de un territorio político jerarquizado. Respecto a los cementerios, se detecta la continuidad en el uso de buena parte de los existentes en el siglo anterior, incorporándose en los ajuares de forma generalizada espadas tipo La Tene, modelos de antenas más evolucionados, puñales y alguna falcata.
¿CASTRO SORIANO O POBLADO CELTIBERIZADO?
Volviendo a El Pico de Cabrejas del Pinar, y retomando las discrepancias existentes entre su adscripción cronológica al grupo castreño de la Primera Edad del Hierro o bien a una fase ya plenamente "celtiberizada" posterior en torno a los siglos IV-III a.n.e., vamos a ver que argumentos se pueden dar a favor o en contra de uno u otro momento en función de lo que nos ofrece su reducido registro arqueológico.
  • Elementos para su datación relativa:
Los datos con los que contábamos para este asentamiento han seguido la tónica general de la zona, es decir, práctica ausencia de excavaciones intensivas sobre el terreno y alguna que otra prospección que no ofrecía conclusiones claras sobre la problemática aquí presentada. Si bien, en múltiples y diferentes visitas al yacimiento, incluidas las del que aquí escribe, constaban la presencia en superficie de restos minoritarios de cerámicas a mano y una mayor cantidad de fragmentos realizados a torno, lo que podría hacernos pensar, bien su inclusión dentro de una fase cronológica temprana de la Edad del Hierro con continuidad celtibérica, bien su fundación durante la Segunda Edad del Hierro, reproduciendo algunos tipos cerámicos anteriores residuales. De tal manera, tal y como ocurre en la mayoría de yacimientos castreños, su cronología relativa venía dada a partir de los tipos cerámicos documentados en prospección, por lo que ésta quedaba sujeta por pinzas.
                                                                                             Imagen del Pico de Cabrejas del Pinar
Ahora bien, en 2009 se llevó a cabo una actuación arqueológica sobre el yacimiento de la mano de Cristina Vega Maeso y Eduardo Carmona Ballestero (2013) que vino a arrojar un ápice de luz. Junto a una nueva prospección sistemática e intensiva se efectuaron tres sondeos, cuya secuencia estratigráfica permitió distinguir tres fases o periodos: La Fase 1 o de ocupación, donde se constató una antigua construcción rectangular de adobe derruida asociada en su interior a objetos domésticos (cerámica común, molino barquiforme, etc.), además de lo que parece ser la base de un muro de una cabaña construida con paredes de adobe y restos de un antiguo suelo constituido por arcilla muy compacta de coloración rojiza. En la Fase 2 se reconoció un episodio de incendio en distintos lugares del poblado y ya en la Fase 3, el abandono del recinto. En cuanto a las cerámicas recuperadas, claves para asignar la cronología relativa del asentamiento, tenemos algo más de 350 piezas, de las cuales un 89% fueron realizadas a torno y la mayoría en atmósferas controladas, lo que requiere conocimientos técnicos importantes y un contexto productivo especializado. Respecto a sus morfologías, aunque la muestra es poco numerosa, podemos ver que las piezas a mano son poco elocuentes, pero las torneadas pueden integrarse en su mayoría dentro de la cerámica celtibérica "común" o " de cocina", vinculadas al ámbito doméstico. Destacan, por su significación, fragmentos con borde de "pico de pato, cisne o anade" y fondos rehundidos, frecuentes en contextos celtibéricos, un asa bilobulada de desarrollo corto, posiblemente de almacenaje, así como un plato completo de larga tradición en el sur y levante de la Península Ibérica, que para momentos antiguos (siglo VI a.C.) podría interpretarse como vajilla de mesa importada desde contextos ibéricos levantinos, y por último, un tronco de copa decorado con incisiones profundas, tipo habitual en contextos celtibéricos entre los siglos III y I a.C.
Tipos cerámicos documentados en El Pico de Cabrejas del Pinar
Por tanto, las características generales del conjunto, a la espera de las dataciones radiocarbónicas que veremos más adelante, encuadrarían el yacimiento en un momento avanzado de la Segunda Edad del Hierro.

LA CUESTIÓN DE LA PIEDRAS HINCADAS
Otro elemento a tener en cuenta para conseguir contextualizar este yacimiento podría ser la presencia de una barrera de piedras hincadas, sistema defensivo habitual en los Castros Sorianos. Estos elementos sirvieron para considerar su datación temprana, al igual que en el cercano yacimiento de el Alto del Arenal de San Leonardo. Los argumentos esgrimidos para estos ejemplos, parten, en primer lugar, de la idea de que estos conjuntos de piedras hincadas estuviesen en desuso durante la II Edad del Hierro perdiendo su efectividad defensiva, puesto que parecen constatarse ciertas evidencias de desmantelamiento, como los pasillos que se abren entre los frisos facilitando el acceso a los poblados.
En segundo lugar,  los resultados de cronología absoluta obtenidos en el Alto del Arenal de San Leonardo, fechado entre los siglos VII y mitad  del IV a.n.e., (C14: 758, 679, 650, 547 a.n.e. cal.), junto con la reducida potencia estratigráfica que presentan dichos emplazamientos en espolón que facilitaría la destrucción de las primeras evidencias por sus ocupaciones posteriores, fueron también razones que sirvieron para reforzar aun más su adscripción a la I Edad del Hierro.

                                                                                    Imagen del conjunto de piedras hincadas de El Pico de Cabrejas
Ahora bien, tales consideraciones no son lo suficientemente sólidas, dado que, a parte de que todos los indicios apunten hacia una ocupación posterior a la castreña,  la cronología absoluta aportada por el Alto del Arenal se estableció a partir de un carbón hallado sin un respaldo estratigráfico que lo hiciese fiable, y dado que no existen pruebas concluyentes para pensar que los yacimientos castreños fueron destruidos por una ocupación posterior plenamente celtibérica, ni mucho menos que el friso de piedras hincadas fuese desmantelado en esos momentos. De haberse inutilizado no se hubieran mantenido abriendo un pasillo entre medias, que por otra parte podría estar reflejando bien la creación de un  paso obligado que defendiese al poblado impidiendo la llegada en tromba de peones (Alvarez Sanchís; 2003), o bien la utilización de dichos elementos en relación a otra serie de funciones que pudieron haber cambiado su primitivo significado, ya fuese como mecanismo de intimidación y ostentación de poder, como marca fronteriza, como elemento de cohesión y de definición de la identidad del grupo, o por el mero interés de vincularse con el pasado, etc., es decir para dotar al yacimiento de cierto contenido simbólico que por el momento se nos escapa y que quizás sea la clave para entender la funcionalidad de este conjunto (Esparza; 2003).
                                                    Imagen del Alto del Arenal de San Leonardo
Por otra parte, existen varios ejemplos de regiones cercanas, ubicadas tanto al Este, como al Oeste del Alto Duero, que utilizan dichas estructuras en distintas fases dentro de un mismo espacio geográfico.
Así pues, hacía el Este, contamos con dos poblados que presentan conjuntos de piedras hincadas, Els Vilars de Arbeca (Lérida), datado estratigráficamente en torno a los siglos VIII-VII a.n.e, y Azaila (Teruel), este último documentado a partir de las fotografías realizadas durante el proceso de excavación llevado a cabo por Juan Cabré, donde se aprecian estas estructuras levantadas delante de la entrada al poblado reutilizando parte del empedrado de la calle, presentando una cronología relativa que Beltrán (1995) encuadró en torno al siglo III a.n.e , aunque posteriormente pudo plantearse la posibilidad de que hubiesen sido erigidas precipitadamente durante los conflictos acaecidos en época Sertoriana (Romeo 2002).
Lo mismo ocurre al Oeste, donde son sobradamente conocidos los conjuntos del Noroeste, Extremadura, Portugal, y el Occidente meseteño, fechados, en la mayoría de los casos, durante la Segunda Edad del Hierro, y al alba de la romanidad, destacando el caso de los castros zamoranos, donde la utilización de estos elementos también se produjo en periodos diferentes. En esta región, por un lado aparecen adscritos a los comienzos de la Edad del Hierro, contemporáneos posiblemente con el grupo del Alto Duero y quizás con Arbeca, en función con su relación con el grupo Soto y de las cronologías absolutas obtenidas en algunos yacimientos, (Fradelos, Fresno de la Carballeda, Manzanal de Abajo y Muga de Alba),  por otro, encuadrados hacía el siglo III a.n.e, como en Lubián, y por último, en relación con la llegada de Roma a la zona, (Arrabalde, Calabor y Santa Cruz de Cuérragos), detectándose algún caso incluso de época Altoimperial como en Sejas de Sanabria, (Esparza Arroyo; 2003).

De esta manera, lo que aquí se plantea es que aunque estos elementos son más comunes y fáciles de relacionar con un momento antiguo relacionado con los paralelos más cercanos de los castros de la serranía, también pueden aportarse argumentos a favor de una cronología avanzada para estos dos yacimientos,  quizás relacionados con el tipo de castillos que surgen a mitad del siglo III a.n.e., como el de Ontalvilla (Carbonera de Frentes) y Ocenilla,  (Jimeno y Arlegui 1995). Por tanto, podría servir de ejemplo para rellenar el vacío documental  existente en el Alto Duero, quizá relacionado con un cambio en la concepción de la funcionalidad de tales elementos, consideración que podría llevarse a los casos cercanos de Castilviejo de Guijosa y el Castro de Hocincavero en Anguita, (Guadalajara), donde se detecta una problemática y características “similares”. Por otra parte, esta hipótesis se vería reforzada aún más si constatáramos la presencia de piedras hincadas en Castillo Billido (Santa Maria de las Hoyas) y en el Collarizo de Carabantes, yacimientos que siguen en la actualidad inéditos, a pesar de haber sido citados por algunos autores, como Bachiller Gil (1987) y Romero Carnicero (2003).
  •   Dataciones absolutas (carbono 14):
Como acabamos de ver, la presencia de piedras hincadas en el yacimiento no es concluyente para ofrecer cronologías relativas y el registro material del yacimiento, aunque muy limitado, parece ofrecer fechas vinculadas a la Segunda Edad del Hierro, con predominio de cerámicas a torno. Ahora bien, las dataciones radiocarbónicas llevadas a cabo a partir de una falange y un fémur de oveja en el Sondeo 2 de la citada intervención nos remiten a momentos de la fase inicial de los castros de la serranía (VII-V a.C.), tal y como sucede en el Alto del Arenal de San Leonardo.
Dicha datación, aparentemente contradictoria con todo lo expuesto hasta ahora, podría ser perfectamente fiable, tal y como apuntan los arqueólogos responsables de la última intervención arqueológica realizada en el yacimiento que nos ocupa, ya que en otras zonas cercanas al ámbito soriano como en La Mota en Medina del Campo, el Castillo de Montealegre o Las Quintanas, así como en los contextos carpetanos de la necrópolis de El Palomar del Pintado (Toledo) o en el castro de El Ceremeño (Guadalajara) y la necrópolis asociada de Herrería III, encontramos cerámicas torneadas en momentos bastante antiguos, si bien, plantean un escenario que no encaja con el marco arqueológico ya comentado (Vega Maeso y Carmona Ballestero, 2013).

NUEVAS PERSPECTIVAS PARA ENTENDER LA "CELTIBERIZACIÓN" DEL ALTO DUERO:
De lo todo lo comentado hasta ahora, con la prudencia que supone el contar con datos tan pobres y escasos, vamos a intentar abrir un amplio abanico interpretativo que nos ayude a arrojar nuevas perspectivas a la hora de entender la realidad y problemática de la “Cultura Castreña Soriana” en relación al momento de cambio que supone su práctica desaparición.  
Tomando como hilo conductor los nuevos datos que nos ofrece El Pico de Cabrejas del Pinar, vemos que dicho asentamiento no nos ofrece una mayoría de recipientes a mano entre los que pudieran reconocerse elementos torneados importados del área ibérica, por lo que cabría descartar que estuviese ocurriendo lo mismo que en otros yacimientos de la cuenca del Duero o en el Alto Tajo-Alto-Jalón donde si se constatan dichos elementos materiales. 
Por otro lado, teniendo en cuenta que predominan las  cerámicas torneadas dentro de un hábitat de cronología muy antigua, no sería descabellado, tal y como sugieren Vega y Carmona (2013), que estuviésemos ante una "celtiberización" más antigua de lo que se pensaba para este sector del Alto Duero, y que se relacionara con el Celtibérico Antiguo de las necrópolis del grupo Alto Duero-Alto Jalón, así como con los poblados del centro-sur de Soria, coetáneos a los castros de la serranía, que en su fase B incorporan ya elementos torneados.
Siguiendo dicha interpretación, podríamos estar en un marco espacial en el que coexisten durante la I Edad del Hierro los conocidos "Castros Sorianos" con otra serie de poblados ubicados más al sur, y cuyos límites serían la Sierra de Frentes y de Cabrejas. Estos últimos, vinculados al Celtibérico Antiguo, tendrían a El Pico y al Alto del Arenal de San Leonardo por similitud, como uno de los emplazamientos más norteños del grupo del Alto Duero-Tajo-Jalón, dominando el amplio valle que discurre entre la Sierra de Cabrejas y los Picos de Urbión.
                                                                                                                   Imagen de El Pico de Cabrejas del Pinar
De ser así, las cerámicas a torno presentes en este yacimiento podrían estar expresando las relaciones de intercambio que se documentan para los siglos VII-VI a.C, momento en que penetran ciertos elementos exóticos provenientes del sur y levante peninsular a través del valle del Ebro, y que estarían indicando profundos cambios sociales, como las primeras jerarquías en el ámbito del Duero, vinculadas a los ajuares de las tumbas de guerreros y a la generalización de los "poblados cerrados" de calle central que se articulan en su espacio interno de forma ordenada con estructuras rectilíneas homogéneas, cuadrangulares o rectangulares adosadas entre sí, elementos no generalizados en la serranía soriana hasta la mitad del siglo IV a.C. (Castillejo de Fuensaúco, Pozalmuro, Castellar de Arévalo de la Sierra, El Castillo de Taniñe, Los Villares de Ventosa de la Sierra). 
Este nuevo tipo de poblado, aunque no se constata en El Pico, parece enfatizar los aspectos comunales a través de una estricta “disciplina de la igualdad”, que para nada parece responder al ideal bucólico de las sociedades agropecuarias igualitarias donde nada es de nadie y donde se vivía en armonía y cooperación, es más, parece acreditar el comienzo de la jerarquización de una sociedad (Gómez García; 1999) que en menos de 100 años quedará articulada mediante relaciones de clase, conformando colectividades regionales mayores organizadas en auténticos cacicazgos, los cuales se verán materializados con la aparición de las primeras ciudades.
  . 

Esto supondría la consolidación de formas de control social derivadas de la institucionalización de linajes capaces de organizar los procesos de trabajo comunitarios, fenómeno expansivo constatado ya en el Sistema Ibérico en torno a los siglos VIII y mediados del VI a.C. y que históricamente se ha venido denominando como "celtiberización".  
Dicho modelo social podría haberse asumido desde mucho antes en El Pico de Cabrejas del Pinar y en el Alto del Arenal de San Leonardo que en los castros de la serranía norte, donde parece haberse frenado, no materializándose este fenómeno hasta mediados del IV a.C. La ausencia de poblados mayores que jerarquizaran el espacio, la presencia de materiales cerámicos realizados a mano junto con objetos metálicos predominantes de bronce, un urbanismo, que aunque poco conocido, presenta tipos de viviendas rectangulares y circulares, junto con la ausencia de cementerios podrían sugerir que estamos ante un grupo único en un "área de fricción" entre dos realidades sociales y quizás étnicas en la misma provincia actual, la de la zona centro-sur y la serrana.
Así, pues y a modo de hipótesis, el incremento demográfico, de la producción y en definitiva, el acceso desigual a los recursos que parece constatar el registro arqueológico de zonas cercanas como el valle del Ebro, centro-sur de Soria, Alto Tajo-Jalón, no sería deseo natural de las comunidades castreñas sorianas, que mostrarían cierta resistencia hasta quedar totalmente absorbidas por este modelo socioeconómico desde mediados del siglo IV a.C. (Burillo y Otega, 1999). Los habitantes de los castros sorianos debieron ser poblaciones sumamente aferradas a unas formas de vida que ralentizan enormemente las transformaciones que se estaban produciendo de manera generalizada en ámbitos cercanos, como quizás en El Pico. 

En resumen, parece que en el siglo IV a.C. algo sucede en nuestra región, al igual que ocurre casi al mismo tiempo en gran parte del Duero, en la zona extremeña y en todo el SE peninsular, donde se observa el abandono generalizado de asentamientos del Hierro I. Aquí, el 30% de los castros de la serranía soriana son abandonados, mientras que los restantes perviven unos años más junto a otros de nueva planta, mayor tamaño (rompiendo con la homogeneidad existente hasta el momento en los castros) y emplazamientos en relieves más moderados, separados de las grandes cadenas montañosas.
Este proceso de “celtiberización” supone una mayor complejidad social, y la acentuación de las desigualdades y las  relaciones de dependencia, que irán más allá del ámbito de los lazos de sangre establecidos en un poblado, surgiendo pequeños grupos que lograrán institucionalizar su linaje apropiándose y controlando directamente la acumulación y la distribución de dicho sobrante productivo, anticipando la formación de los primeros estados.
En este sentido, creemos que la manipulación de las relaciones de parentesco generalizaría un modelo de comunidad campesina más estricto que se adaptaba perfectamente al esquema social y a los mecanismos de reproducción anteriores, estandarizando progresivamente el sistema del castro que enfatizará  los aspectos comunes de estas sociedades, dando lugar a formas parentales de extracción del excedente (Vicent; 1998), puesto que en este tipo de sociedades no podían documentarse otros grupos que los individualizados por este tipo de relaciones.
De tal manera,  nos encontraríamos ante formas preclasistas de organización social, que como hemos dicho anteriormente allanarán el camino hacía la formación de sociedades de clase, proceso que culminaría ya a finales del IV, principios del siglo III a.C. en el Alto Duero con la aparición de los primeros oppida o protociudades, los cuáles ejercerán de centros políticos y administrativos concentrando en su interior un contingente poblacional mayor, desde donde controlarán un extenso territorio jerarquizado que buscaría los terrenos más aptos para llevar a cabo procesos de intensificación de la producción que proporcionasen excedentes.

Julio de 2014
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Junio de 2014