En el presente artículo, damos a conocer aspectos referentes al modelo de ocupación/explotación del territorio de la Serranía Norte de Soria durante la I Edad del Hierro, donde se desarrolla la Cultura Castreña Soriana, así como las supuestas implicaciones sociales que determinan la formación de dicho espacio.
Esta tarea ha sido realizada a partir del análisis espacial
regional (Arqueología del Paisaje), metodología que más novedades puede
ofrecernos en función de la escasez de información estratigráfica que
disponemos, ya que permite la integración de las características
paleoambientales del entorno con las evidencias arqueológicas recogidas en el
interior de estos yacimientos.
Introducción
La reflexión que se desarrolla a lo
largo de las páginas siguientes pretende valorar y servir de base para futuras
intervenciones arqueológicas que amplíen las perspectivas de conocimiento de la
Cultura Castreña Soriana, término que sirve para definir a las gentes
asentadas en la Serranía Norte de Soria durante la I Edad del Hierro,
(Celtibérico Antiguo), abarcando los siglos VII-VI y V a.n.e.
Actualmente, junto a trabajos
pioneros de Blas Taracena en la mitad del siglo XX, contamos básicamente con
los estudios de Romero Carnicero (1991), quien llevó a cabo su completa
revisión y sistematización, definiendo tipos cerámicos, las características
primordiales de los emplazamientos y la cronología que llegaron a abarcar,
labor a la que se le sumarían otras investigaciones específicas (Bachiller Gil,
1987) y la realización de múltiples proyectos de prospección arqueológica por
dicho territorio, (Revilla Andía, 1985), (Pascual Díez, 1991), (Morales Hernández, 1995).
A pesar de la gran proyección y de
la continuidad que tuvieron algunos de estos trabajos, su visión actual cuenta
todavía con muchas limitaciones, debido principalmente a que la mayoría de los
poblados siguen siendo conocidos a través de prospección, habiéndose excavado
solamente tres y de manera parcial, Castillo de El Royo (Eiroa, J.J., 1979,
123-136), Castro del Zarranzano (Romero Carnicero, 1991) y Castillejo de
Fuensaúco (Romero y Misiego, 1995a, 127-139), sin contar con otros cuantos en
los que se realizó algún sondeo valorativo. (Taracena Aguirre, B, 1941).
Teniendo en cuenta que es arduamente difícil asegurar la sincronía de estos yacimientos y que no se poseen los datos suficientes para poder interpretar con ciertas garantías el tipo de organización socioeconómica que vinieron a desempeñar, hemos generado una hipótesis de trabajo de cuyas dificultades de comprobación somos plenamente conscientes, partiendo desde la llamada Arqueología del Paisaje, nivel de análisis más alto que permite una primera aproximación de carácter global.
Teniendo en cuenta que es arduamente difícil asegurar la sincronía de estos yacimientos y que no se poseen los datos suficientes para poder interpretar con ciertas garantías el tipo de organización socioeconómica que vinieron a desempeñar, hemos generado una hipótesis de trabajo de cuyas dificultades de comprobación somos plenamente conscientes, partiendo desde la llamada Arqueología del Paisaje, nivel de análisis más alto que permite una primera aproximación de carácter global.
Por tanto, será nuestra pretensión
integrar toda la documentación extraída del interior de los yacimientos con las
características específicas que presenta el medio ambiente en el que quedaron
insertos, a partir de la cual trataremos de ofrecer ciertas pautas que ayuden a
comprender mejor las realidades sociales que determinaron la formación de dicho
espacio.
1. Marco biogeográfico
En el sector oriental de la Meseta
Norte, ocupando la zona septentrional de la actual provincia de Soria en la
cuenca alta del Duero, encontramos un paisaje abrupto de orografía montañosa
que gradualmente se va suavizando dejando en medio espacios abiertos de
llanuras elevadas, con medias entre los 1.200 y los 1.000 m.s.n.m.
Este espacio se encuentra
atravesado por numerosos cursos fluviales, entre los que destacan el río
Alhama, Razón, Tera y el Duero, este último de mayor caudal que en la
actualidad, constituyendo abundantes humedales y arroyos. Los suelos son
mayoritariamente sedimentarios, adscritos al secundario, terciario y
cuaternario, con presencia generalizada de cuarzoarenitas y arcillas arenosas
en el sector más septentrional y calizas en el meridional, con muy malas
condiciones de drenaje en los fondos de valle y suelos poco profundos y
pedregosos sujetos a un lavado continuo en las superficies inclinadas. Respecto
a su climatología, después del brusco enfriamiento que supone el cambio del
periodo suboreal al subatlántico, a partir del siglo VII a.n.e. se produjo una
paulatina recuperación térmica con un régimen de pluviosidad alto y
temperaturas algo más bajas que las actuales, conformando una agroclimatología
que a partir de los 1.200 m.s.n.m. presenta complicaciones a la hora de
cultivar ciertas especies[1],
situación que se suaviza durante la primera mitad del siglo IV a.n.e. El medio
vegetal queda definido dentro del piso supramediterráneo, cuyas especies
primitivas nos sugieren un paisaje dominante para la Edad del Hierro compuesto
básicamente por amplios y densos espacios boscosos de masas mixtas de
caducifolios, perennifolios y aciculifolios, entre los que predominarían
distintas variedades de Quercus, que
se verán sustituidos por sabinas y enebros en los páramos más meridionales y
por el Pino Negral y Silvestre en la alta montaña.
2. La
tímida huella del Bronce Final
La escasez y la disociación de las
evidencias arqueológicas documentadas durante el Bronce Final ha generado un
gran desconocimiento sobre esta etapa previa a la formación de la Cultura
Castreña Soriana, para la que se aceptan de manera generalizada, aquellas
tesis que abogan por la plena despoblación de la región, quedando al margen
del resto de la Meseta, donde se desarrollaría paralelamente el horizonte
cultural Cogotas I (Jimeno y Martínez, 1998, 172).
Al respecto, hemos creído oportuno
plantear la posibilidad de que esta oscuridad documental fuese
realmente el reflejo de una de las notas predominantes que vienen
repitiéndose a lo largo de la historia de esta parte de la provincia, como es
la lentitud y la resistencia con la que se producen los cambios y las
transformaciones, así como el alto grado de movilidad y la falta de
ordenamiento en el territorio de los grupos humanos detectados en toda la Edad
del Bronce.
Por otra parte, Alfredo
Jimeno y Juan Pablo Martínez Naranjo (1998), relacionan el escaso poblamiento
de la provincia con las difíciles condiciones climáticas y ambientales del período climático Subboreal,
que obligaría a los grupos móviles del Bronce Medio y Final a dejar de
frecuentar este territorio, para de nuevo ser aprovechado y ocupado con el
cambio climático que en torno al 800 a.C. da paso al período Subatlántico, teniendo
mayor presencia los grupos que llegan paulatinamente desde el Ebro, hipótesis
en la línea del modelo socioeconómico
expansivo de Ruiz Zapatero (1995).
La escasa envergadura de la arquitectura de los poblados de este momento, unido a la carencia de estratigrafías verticales y a la posibilidad de que se hubieran producido fenómenos de sedimentación postdeposicional, podrían haber ocultado aún más su presencia, haciendo casi imposible su localización. Por tanto, cabría plantear la posibilidad de que estas gentes ,sujetas a unas formas de vida profundamente conservadoras y autárquicas, muy lentamente fuesen asimilando todas las novedades que empiezan a penetrar en la región como consecuencia de la apertura de los circuitos de intercambio que se reactivan durante el Bronce Final a escala peninsular, las cuales pueden rastrearse a través de la cultura material.
La escasa envergadura de la arquitectura de los poblados de este momento, unido a la carencia de estratigrafías verticales y a la posibilidad de que se hubieran producido fenómenos de sedimentación postdeposicional, podrían haber ocultado aún más su presencia, haciendo casi imposible su localización. Por tanto, cabría plantear la posibilidad de que estas gentes ,sujetas a unas formas de vida profundamente conservadoras y autárquicas, muy lentamente fuesen asimilando todas las novedades que empiezan a penetrar en la región como consecuencia de la apertura de los circuitos de intercambio que se reactivan durante el Bronce Final a escala peninsular, las cuales pueden rastrearse a través de la cultura material.
Estas modestas evidencias se
vinculan por una parte a la órbita atlántica y meseteña, con hallazgos
metálicos no asociados a un registro arqueológico determinado, ubicados en los
pasos naturales de comunicación de los rebordes montañosos (Covaleda, San
Esteban de Gormaz, San Pedro Manrique, El Royo, La Alberca de Fuencaliente de
Medina y Ocenilla), hallazgos cerámicos cuantitativamente escasos asociados a
Cogotas I, documentados en lugares bien alejados de los entornos serranos
(Castilviejo de Yuba, Escobosa de Calatañazor, La Barbolla, Fuentelárbol, Cueva
del Asno, Santa María de la Riba de Escalote y en la confluencia de los ríos
Tera, Duero y Merdancho), algunas manifestaciones tardías como la figura-estela
del Grupo III de la Peña de los Plantios (Fuentetoba) o el motivo de trisceles
del Covachón del Puntal de Valonsadero,
y ya en torno al siglo VIII a.n.e. la estatua-menhir de Villar del Ala.
Moldes de fundición del castro de la Virgen del Castillo (El Royo)
Por otra parte, contamos con
evidencias procedentes de la órbita
centroeuropea, asociadas tradicionalmente a
los grupos de tradición Campos de Urnas Recientes, muy distorsionados ya
a su paso por el Valle del Ebro. Su penetración a lo largo del Alto Duero
encontrará cierta “resistencia”, manifestándose con menor intensidad que en
otras regiones limítrofes donde se van configurando toda una serie de
horizontes culturales paralelos, de tal manera que hasta hace bien poco
únicamente se evidenciaban cerámicas excisas asociadas ya a la Edad del Hierro,
(siglo VIII a.C.) en 5 yacimientos: Quintanas de Gormaz, Numancia, Castilviejo
de Yuba, Loma de la Serna en Tardesillas, Quintanares de Escobosa de
Calatañazor (con una pieza en la que se funde la tradición Cogotas I con estas
nuevas formas emergentes). Habría que añadir el reciente descubrimiento de El
Palomar (Almajano), un asentamiento de pequeñas cabañas ubicado en el llano, entre
cuyos materiales cerámicos destacan decoraciones acanaladas, incisas e incluso un
único fragmento exciso, así como formas relacionadas con los citados influjos
llegados desde el Valle del Ebro (Morales y Bachiller 2007).
Estatua-menhir de Villar del Ala (Museo Numantino, Soria)
Esta escasez de datos se ha resarcido
mínimamente con la constatación de la necrópolis de San Pedro en Oncala
(Tabernero, Sanz y Benito 2010), asociada a tumbas de incineración en hoyo con
presencia de algunas estelas caídas en sus inmediaciones y un escaso ajuar
integrado por algunas lascas de sílex,
una anilla de bronce y restos de las urnas cinerarias realizadas a mano,
lo que vendría a confirmar una temprana introducción del ritual incinerador en
tierras sorianas, en torno al siglo XI a.C. según dataciones radiocarbónicas.
No será
hasta bien entrado el siglo VII a.C., cuando las poblaciones locales comiencen
a superar sus reticencias internas respecto a aquellos influjos que habían ido
penetrando desde el exterior, emergiendo los primeros ejemplos de hábitats con
un alto grado de fijación a la tierra, como El Solejón de Hinojosa del Campo
(VII y VI a.C.), el Cerro del Haya en Villar de Maña o El Castillejo de
Fuensaúco, configurándose la personalidad de estos grupos.
3. Patrones de asentamiento y modelo de ocupación del territorio.
El catálogo
de yacimientos recogidos para este ámbito se compone de 34 ejemplos, los cuales
pueden ser considerados como auténticos castros, aunque habría que añadir algunos
más recientemente descubiertos fruto de las prospecciones llevadas a cabo para
la elaboración del Inventario Arqueológico Provincial. Del mismo modo no
obviamos aquellos del sector nororiental por donde discurren los cursos del
Cidacos, el Alhama y su afluente el Linares, y el Queiles, todos ellos en el
límite de la actual provincia de Soria (Alfaro, E. 2005), aunque en su mayoría
comienzan su vida en un momento avanzado del Hierro I, y a excepción de El
Castillejo de Taniñe, no encajan con el paradigma de los castros de la serranía
definidos por Blas Taracena (1941).
Por castro,
entendemos aquellos asentamientos humanos previamente planificados con una
organización social escasamente jerarquizada y compleja que se sitúan en lugares estratégicos fácilmente
defendibles, tanto por la naturaleza del terreno, como por la construcción de
estructuras artificiales, desde donde controlan la unidad elemental del
territorio que explotan, quedando organizados al interior como una pluralidad
de viviendas de tipo familiar
(Almagro-Gorbea, 1994, 14).
Dispersión de los yacimientos de la Cultura Castreña Soriana
Sin continuidad: 2. El Castillejo (Langosto), 3. El Castillejo (Hinojosa de la Sierra), 4. Castillo de Abieco (Sotillo del Rincón), 5. El Puntal (Sotillo del Rincón), 6. Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera), 8. Los Castillejos (Gallinero), 9. Alto de la Cruz (Gallinero), 11. El Castillejo (Castilfrío de la Sierra), 12. Los Castellares (San Andrés de San Pedro), 18. Los Castilejos (El Espino), 19. Peñas del Castejón (Fuentestrún), 22. Cerro de la Campana (Narros), 23. Cerro de Calderuela (Renieblas), 29 Castillejo de Lubia?, 31. El Castillejo (Las Fraguas), 32. El Castillejo (Nódalo), 33. San Cristóbal (Villaciervos), 34. Los Castillejos (Villar de Maña).
Celtiberizados: 1. El Castillo (El Royo), 7. Castro del Zarranzano (Cubo de la Sierra), 10. Los Castillejos (Ventosa de la Sierra), 13. El Castillejo (Taniñe), 14. Los Castillejos (Valloria), 15. Los Castillejos (Valdeprado), 16. El Castellar (San Felices), 17. Los Castillares (Magaña), 20. La Torrecilla (Valdegeña), 21. Peñas del Chozo (Pozalmuro), 24. El Castillejo (Garray), 25. El Castillo (Soria), 26. Cerro del Saúco (Soria), 27. El Castillejo (Fuensaúco), 28. Los Castillejos (Cubo de la Solana), 30. El Castro (Las Cuevas de Soria).
Su distribución se produce
de forma dispersa, ocupando mayoritariamente las colinas, escarpes y laderas de
los rebordes montañosos, cuyos cortados rocosos determinarán la forma de su
planta y el ahorro en construcciones defensivas, alcanzando alturas medias
respecto al nivel del mar en torno a los 1.250 m. y respecto al valle hacia el
que se orientan de unos 120 m., con desniveles cercanos al 30 %, siendo menores
en aquellos hábitats de la Altiplanicie y del reborde meridional de Subsistema
Ibérico, donde apenas se alzan entre 20 y 100 m.
También habría que tener en cuenta su urbanismo,
aspecto quizás menos conocido debido a las dificultades de detección que
implica su mera prospección, lo que suscitó que muchos investigadores
supusieran que la arquitectura doméstica estuviera constituida por simples
cabañas efímeras, considerando que las construcciones de mampostería habrían
comenzado a emplearse en un momento avanzado de la Edad del Hierro. No obstante,
los escasos trabajos arqueológicos llevados a cabo en el interior de estos
castros han dado a conocer diferentes tipos de plantas de habitación con formas
rectangulares y circulares, como en el
caso de El Castro del Zarranzano (Cubo de la Solana) en el que se
detectan los dos modelos, la estructura circular de piedra de tan sólo metro y
medio de diámetro hallada en el nivel inferior del castro de la Virgen de El
Castillo de El Royo, interpretado como un horno metalúrgico en función de su
asociación a moldes de fundición y escorias de hierro (Eiroa 1984), y parte de un suelo y restos de la base de una
pared constituida por un zócalo de piedras calizas que sustentaría un alzado de
adobe que formaría parte de una cabaña de morfología rectangular en El Pico (Cabrejas del Pinar) (Vega Maeso y Carmona Ballestero
2013).
Estructura habitacional del Castro del Zarranzano (Cubo de la Sierra)
Mención aparte serían las posibles estructuras rectangulares que se han
creído intuir en Hinojosa de la Sierra,
El Espino, Cubo de la Solana, Valdeavellano de Tera, Molino de Bretún y
Castillejo de Taniñe, junto a otras posibles de tendencia circular en El
Castillo de las Espinillas de Valdeavellano de Tera, así como en el Cerro del Haya
en el alto Cidacos y al sur del Duero en el poblado del Castillejo de Fuensaúco,
con cabañas de tendencia oval y estructuras endebles en su primera fase,
plantas rectangulares realizadas en mampostería de piedra en su base y
posiblemente alzados de adobes o tapial con cubiertas vegetales para un momento
cronológico de la Primera Edad del Hierro, y una última ordenada con estructuras
rectilíneas homogéneas adosadas entre sí, dispuestas perimetralmente en torno a
un espacio común abierto, ya plenamente celtibérico.
Castro del Alto de la Cruz (Gallinero) en http://www.celtiberiasoria.es/
El eje
principal quedaría conformado por el río Duero, adecuándose a los valles por
donde discurren sus principales afluentes y rodeando las campiñas más estables
y productivas de la llanura, que quedarían conformadas como espacios centrales
vacíos, donde desembocaría toda una red de caminos desde las zonas altas del
Sistema Ibérico, rutas que transcurrirían a media ladera evitando los fondos de
valle y las grandes ascensiones, en cuyos pasos más importantes se sitúan la
mayoría de nuestros yacimientos, lo que nos permite sugerir un modelo de
poblamiento lineal discontinuo-concentrado.
Por otro lado, hemos podido
observar in situ y a través de cálculos de visibilidad, que la
superficie de tierra que se llega a visualizar desde cada hábitat coincide
claramente con los subsectores o valles inmediatos donde teóricamente extienden
sus territorios, (áreas de captación), superando en el mejor de los casos los
10 Kms de distancia, garantizado el control estratégico de sus medios de
producción, mientras que las relaciones de intervisivilidad parecen ser
bastante escasas, reduciéndose exclusivamente a algunos poblados vecinos, de
tal forma que sería imposible el establecimiento de redes visuales a escala
regional.
Otra de las características básicas
de estos hábitats es su homogeneidad morfológica, presentando
superficies entre media y una hectárea de extensión, albergando en su interior
una densidad de población muy baja que hipotéticamente apenas debió exceder de
las 5-15 familias nucleares, lo que parece estar indicando que no existen
aldeas intermedias, es decir que podríamos estar ante un “rango” similar,
entendiendo como tal la ausencia de gradación en el tamaño, de tal manera que
posiblemente no se producirían diferencias sociales entre asentamientos y
ninguno de ellos intervendría en la producción y en la toma de decisiones de
otra comunidad, ya que no se detectan lugares centrales desde donde se
articulara el territorio.
Castro de Castilfrío de la Sierra; (http://www.celtiberiasoria.es)
A su vez,
apreciamos un panorama de estrecha vecindad y cooperación entre asentamientos,
con distancias medias de unos 4 Kms,
formando una red de castros que podrían constituirse en lo que
tentativamente hemos llamado “microregiones”, entendiéndose por tales
aquellas áreas reducidas con una densa ocupación que se separan entre sí
mediante el establecimiento de unos límites que posiblemente tuvieron relación
con alguna característica física del medio ambiente que les rodeaba (Ruiz y
Fernández, 1984, 48-49).
De tal
modo, advertimos las siguientes agrupaciones de hábitats: 1) El Valle, 2) La
Sierra, 3) Rebordes montañosos de la Tierra de Magaña-Agreda, 4) Las suaves
elevaciones del Subsistema Ibérico, 5) Tierras Altas y 6) Altiplanicie, las
cuales parecen estar conectadas entre sí mediante la ubicación de asentamientos
en zonas intermedias, lo que podría estar reflejando que la intercomunicación y
relación entre ellos debió ser mayor que entre otros asentamientos situados más
allá de la serranía, es decir que el paisaje resultante de estas sociedades
estaría construido con un carácter exclusivamente local, sin llegar a formar
colectividades regionales amplias.
4. Aproximación a las bases de subsistencia
En primer lugar, hemos tratado de
acercarnos a las estrategias económicas de estas comunidades a partir de la
documentación extraída de las diferentes intervenciones realizadas en el
interior de algunos de estos yacimientos, cuyas evidencias directas e
indirectas serán posteriormente contrastadas e integradas con los resultados
obtenidos del análisis de los recursos que eran potencialmente explotables.
Agricultura
En lo referente a las prácticas
agrícolas, únicamente se ha documentado mediante análisis directo de residuos
microscópicos variedades desnudas de cereal, cebada (Hordeum vulgare L.), trigo
(Triticum sp.), escanda (Triticum turgidum sp. diococcum) y
esprilla, en el asentamiento del siglo
VII a.n.e. de El Solejón en Hinojosa del Campo (Tarancón et al.,1998, 96).
En consonancia con las condiciones
edafológicas y agroclimáticas que presentan los aledaños de los castros y con
la documentación extraída en otras regiones cercanas, pensamos que fueron las
especies cultivadas mayoritarias, dado que por su menor exigencia germinaban con
mayor facilidad sin necesidad de llevar a cabo grandes inversiones de energía y
tecnología, quedando ausentes otra serie de taxones como el mijo, el centeno,
la avena o el haba, que tampoco aparecerán durante la II Edad del Hierro, etapa
que apenas evidencia variaciones respecto a las especies detectadas para este
momento.
Los medios técnicos que se
evidencian para el laboreo de la tierra reflejan la continuidad en el uso del
utillaje tradicional, constituido básicamente por azadas, hachas, cuchillos y
hoces de bronce, piedra pulimentada o sílex (Cerro de la Campana, Castro del
Zarranzano, Castillejo de las Espinillas),
herramientas que sugieren un proceso agrícola desarrollado mediante
labores de azada, sistema que podía llegar a ser más provechosas que el arado
en los terrenos altos inmediatos a los poblados, donde presumimos que tuvieron
lugar estas actividades, ya que aquí el drenaje y la aireación de la tierra es
más fácil que en el fondo del valle sin
la necesidad de realizar surcos profundos.
En este sentido, intuimos que el
empleo de layas pudo haber jugado un
importante papel, a pesar de no haber constatado ningún ejemplar en nuestra
zona de estudio, quizás como consecuencia de la refundición a la que se vieron
sometidos por su facilidad de fragmentación en los trabajos agrarios, tal y como sugieren Ruiz y Fernández, (1985,
377) en relación con el molde de fundición realizado para la confección de este
artefacto documentado en El Puntal (Lérida) y a partir de las evidencias de
fabricación de objetos de bronce mediante estas técnicas en el supuesto horno
del Castillo de El Royo (Eiroa, 1984, 181-193).
En cuanto al procesado de
alimentos, contamos con algunos
hallazgos de molinos barquiformes, como los de la Torrecilla de
Valdegeña, Castillejo de Fuensaúco o el Castro del Zarranzano , con la constatación de procesos de limpieza,
trillado, aventado y descascarillado del grano para la obtención de harinas
(ausencia de espigas, tallos o segmentos de raquis de las muestras de El
Solejón) y con la secuencia completa de procesos de malteado de cereal en este
último yacimiento (Tarancón et al, 1998, 97), garantizando su conservación y
durabilidad para la ingesta en forma de cerveza o caelia.
Ganadería
A partir de los análisis
faunísticos realizados en el Castillejo
de Fuensaúco (Bellver Garrido, 1992, 325-332), únicos con los que contamos para
este ámbito geográfico, observamos como especies mayoritarias el ganado
vacuno (bos taurus), con características similares a las razas autóctonas
actuales denominadas “serrano-pinariegas”, sin sobrepasar el 20% de
representatividad, quedando por debajo de la cabaña ovicaprina, cuyos porcentajes superiores al 50% de los restos
óseos recogidos (NR) los sitúan en el primer lugar, lo que no es extraño en
función de las características ambientales anteriormente comentadas, y en menor
proporción e importancia la cabaña porcina (5-10 % de NP), perros y caballos.
En cuanto a su aprovechamiento,
podemos ver en primer término su beneficio a efectos cárnicos, documentado
tanto para el vacuno como para el
ovicaprino a partir de algunas huellas de manipulación antrópicas con fines
alimenticios, aunque sospechamos que la obtención de carne para satisfacer las
necesidades del grupo quedaría cubierta con la caza, apareciendo restos de
ciervo, jabalí y lagomorfos en este
mismo yacimiento.
La estrategia pecuaria estaría
destinada en mayor medida al aprovechamiento secundario, es decir, tracción y
carga para los bóvidos y équidos (ausencia todavía de significación simbólica y
emblemática para los segundos), conforme podemos intuir a partir de algunos
paralelos del Duero Medio (Morales y Liesau, 1995, 510) y para la obtención
de lana y leche de oveja. Éstos últimos,
en función de las marcas de desollado, elevada edad de sacrificio de las
especies y el predominio de individuos masculinos presentes en el Castillejo de
Fuensaúco y de la constatación del procesado y consumo de productos lácteos
nuevamente en El Solejón, restos de
microflora (lactobacterias diplococcos y streptococcos)
mezclados con cereales para su consumo a modo de yogurt (Tarancón et al; 1998,
97). Mientras que los cánidos estarían valorados para la caza y por sus buenas
aptitudes dirigiendo y guardando los ganados.
Silvocultura
A pesar de que las
comunidades campesinas de la I Edad del Hierro eran capaces de producir sus
propios alimentos, los recursos que ofrecían los bosques eran amplios, ya fuese
en relación con el aprovechamiento cinegético, con la pesca, existiendo una gran variedad de peces y otras especies ricas en
contenidos proteínicos como las almejas de río recolectadas en el Castillejo de
Cubo de la Solana, o con la recolección de una amplia gama de frutos de
temporada.
Entre estos últimos destacarían las
bellotas dada la abundancia de Quercus,
producto muy valorado por su gran
contenido proteínico y calórico, que proporcionaría una buena reserva
alimenticia durante el crudo invierno, periodo en el que la producción agrícola
se paralizaba, así como resinas para la
elaboración de artefactos, espartos y mimbres para confeccionar vestimentas y
objetos de almacenamiento, plantas de temporada (alimenticias o medicinales) y
maderas como combustible y para la construcción, etc.
Dadas las dificultades que
presentan estas tierras a la hora de cultivar cereal, la recolección de estos
frutos podría haber jugado el papel que en otras sociedades tienen los cultivos
de secano, de modo que no resultaría extraña su habitual transformación y
consumo panificado, como así sucede durante la etapa posterior (estudios de fitolitos
de molinos rotatorios y análisis osteológicos de la necrópolis de Numancia),
donde se aprecia el enorme peso dietético y la cotidianidad con la que debieron
ser consumidos por parte de unas sociedades que hunden sus raíces en la I Edad
del Hierro (Checa et al, 1999, 66-68).
La producción de artefactos
En primer lugar destacamos la
producción metalúrgica, cuyas evidencias de transformación del metal se reducen
a la presencia de escorias metálicas en
el Castillejo de Abieco, Taniñe y en el citado horno de El Royo, donde
se trabajó in situ hierro y sobre todo cobre, estaño y plomo siguiendo las
técnicas tradicionales empleadas durante el Bronce Final (tipo
Baiôes-Venat). Todavía se evidencia un
modesto desarrollo en su producción y una escala muy local, basada
principalmente en el uso del bronce, que de forma generalizada se constata
fundamentalmente a través de algunos elementos suntuarios relacionados con la
vestimenta, (fíbulas de doble resorte, de pie vuelto y botón terminal,
espiraliformes, placas romboidales, fragmentos de brazaletes ovales, agujas,
etc. ).
Por otro
lado, la producción cerámica constituye el elemento de significación cultural más
importante de la I Edad del Hierro, cuyas 25 formas realizadas exclusivamente a
mano (Romero Carnicero, 1991), ofrecen un porcentaje muy elevado de cuencos y
vasos relacionados con el cocinado de alimentos, una amplia gama de formas
ovoides, globulares o bitroncocónicas de tamaños medianos y grandes y paredes
gruesas, asociadas a contenedores para el almacenaje de la producción y en
menor proporción, algunos ejemplares destinados al consumo de líquidos (leche,
papillas o cerveza) y/o sólidos (carne, tubérculos, etc.), como los cuencos y
vasos que presentan un mejor tratamiento exterior.
En último lugar, la producción textil, constatada a partir de los
hallazgos de las fusayolas empleadas para el hilado de los paños, de las agujas
y punzones metálicos y de algunas pesas de telar como las documentadas en el
Castillejo de Castilfrío de la Sierra, donde aparecieron 6 piezas
agrupadas relacionadas con el trenzado
de fibras gruesas (Arlegui y Ballano, 1995),
que junto con la información que nos brinda la etnografía (tradiciones
para la confección de textiles, empleo de herramientas y objetos de naturaleza
orgánica, utilización de prendas de vestir de materia prima animal como el sagum, etc.), vienen
a completar el panorama existente para la Serranía Norte de Soria.
5. La captación de recursos
Una vez revisadas las posibilidades
económicas que se desprenden del interior de los poblados, hemos desarrollado
un análisis teórico basado en los modelos de captación del entorno establecidos
por Higgs y Vita Finzi (1972, 30), definiendo el límite del territorio de
explotación mediante el radio máximo que rodea a cada yacimiento en función del
tiempo empleado en llegar caminando desde la residencia hasta los campos, tiempo establecido dentro de la isocrona de
una hora, equivalente a 5 Kms teóricos.
Esta determinación se realiza
siempre y cuando el esfuerzo generado durante el recorrido y la consecución del
recurso no excediese al beneficio obtenido, lo que nos obliga a ser cautos para
no trasplantar modelos de otras regiones que no sabemos si se corresponden con
las particularidades de nuestra zona de estudio.
Por consiguiente, hemos adaptado
rigurosamente esta metodología a las características específicas que presenta
este medio físico, económico y social, realizando toda una serie de cálculos en
los que se han tenido en cuenta la evolución que ha sufrido el paisaje a lo largo de casi tres mil años, la
posibilidad de que existan razones diferentes a las económicas para la elección
del emplazamiento (geoestrategia), el tamaño reducido de los poblados y el
volumen de fuerza de trabajo que pudieron albergar, la distribución no radial
de los recursos potenciales que se distribuyen alrededor de un yacimiento y los
condicionantes topográficos de la zona, cuyas acentuadas pendientes harían más
costoso el acceso a determinados aprovechamientos.
El análisis territorial nos ha
deparado unas áreas de captación que hipotéticamente se reducen a un radio de
entre 1 y 2 Kms, que supuestamente equivaldría a una superficie que raramente
superaría las 1.000 Ha de extensión, aunque en algunas zonas más llanas como en
la Altiplanicie pueda ser mayor, de tal forma que no parecen producirse
superposiciones entre los diferentes poblados y por lo tanto problemas de
competencia directa, lo que nos hace sugerir que cada uno de ellos podría haber
gozado de un importante nivel de autonomía.
En cuanto a
las posibilidades agrarias de estos espacios,
a partir de la valoración de la aptitud de los suelos mediante el empleo
de la clasificación del Soil Conservation Service de EE.UU y del estudio
teórico de los mapas de cultivos y aprovechamientos (M.A.P.A), vemos el
predominio de suelos que concentran un mayor grado de mayor humedad para el
crecimiento de pastizales de calidad (50%), proporcionando amplias
posibilidades para el sustento de la cabaña ganadera durante la mayor parte del
año, puesto que la sierra en su conjunto, como territorio de captación anual,
podría ofrecer en un espacio relativamente reducido la posibilidad de alternar
pastos de alta montaña y fondo de valle sin llevar a cabo grandes
desplazamientos.
Los
yacimientos quedarían alejados de las tierras de mayor riqueza edafológica para
el desarrollo de la agricultura, ocupando espacios de calidad muy modesta para
llevar a cabo usos intensivos, ya que
sus suelos están afectados por unas condiciones agroclimáticas bastantes
hostiles, por las fuertes pendientes que erosionan de forma continua las
laderas y por el mal drenaje y profundidad de los fondos de valle, aunque en
porcentajes menores (15%) nos encontramos con una serie de yacimientos como el
Castro del Zarranzano, Los Castillejos de Garray o La Torrecilla de Valdegeña
que se emplazan en terrenos de orografía suave sobre suelos más evolucionados
con posibilidades para el cultivo de cereales de secano.
Foto del castro de la Virgen de El Castillo de El Royo
Con la debida precaución que merece
el manejo de datos tan exiguos, quisiéramos plantear la puesta en cultivo de
aquellos pequeños terrazgos de tierra situados en las inmediaciones de los
poblados, tal y como ha venido produciéndose hasta la mecanización de las
técnicas agrícolas, posiblemente a partir de un sistema de policultivo diversificado
que podría haber empleado la técnica del barbecho de corta duración (sistema
corto y limpio que alternaría dos hojas de parcela cada año), que junto al
empleo de sistemas mixtos de siembra (mezcla intencionada de cereales recogidos
en El Solejón), el aprovechamiento de los importantes recursos hídricos del
entorno, (posibilidad de sistemas rudimentarios de riego para las huertas) y el abonado natural que proporcionaba el
ganado durante su abandono temporal, garantizarían la obtención de producciones
más o menos estables.
Junto a estas posibilidades, el
interior de las superficies de captación también ofrece toda una amplia gama de
recursos explotables, con abundancia de puntos de agua, extensas superficies boscosas con un alto
grado de aprovechamientos, zonas de aluvión donde abundan las arcillas,
abundantes afloraciones de mineral pétreo, (areniscas, conglomerados y
calizas), sal en porcentajes más
reducidos y vetas de mineral para su aprovechamiento metálico, hierro y
plomo principalmente (Moncayo, Vinuesa, Montes Claros, Alcarrama, etc.) y en
menor medida galena argentífera, cobre y cinc.
6. Propuesta de planteamiento
Como hemos planteado anteriormente,
la llegada al interior de Serranía Norte de Soria de toda una serie de influjos externos de muy
variado origen, serían asimilados por las poblaciones locales con mayor
lentitud y resistencia, debido en parte a la incertidumbre, riesgo y miedo que
supondría la trasformación de todo aquello que había garantizado la
supervivencia hasta el momento en unas sociedades profundamente conservadoras y
autárquicas, caracterizadas por su alto grado de movilidad y por su falta de
ordenamiento en el territorio.
La decisión de agruparse en grupos
mayores formando aldeas estables fijadas a la tierra, traería consigo toda una
serie de costes, como la necesidad de dedicar un mayor esfuerzo a la defensa
del territorio y una mayor presión sobre los recursos alimenticios acotados en
el entorno más inmediato de cada asentamiento, convertidos ahora en su
principal medio de producción, los cuales pudieron haber sido superados
mediante una gestión de riesgo basada en el mantenimiento de la autosuficiencia
productiva de cada unidad social materializada en el castro, lo que algunos han
denominado estrategia agroforestal (Díaz del Río, 1995, 106-107).
Dicha estrategia pudo consistir en
la explotación de la gran variedad de alternativas de aprovechamiento
estacionales que ofrecía el medio ecológico inmediato en el que quedaron
insertos, es decir en diversificar al máximo la producción dentro de un marco
de relaciones equilibradas donde cada aldea podría controlar de forma
autosuficiente sus propios medios de producción, los cuales no supondrían el
sobretrabajo de sus habitantes, el agotamiento de los recursos disponibles, ni la mejora de la tecnología empleada, pero
si el equilibrio entre lo que se produce
y consume, tal y como parece estar sucediendo en las poblaciones castreñas del
Noroeste (Fernández-Posse y Sánchez, 1998,142).
Por ende, los objetivos productivos podrían haber quedado prefijados en
función de sus necesidades de reproducción social, evitando cualquier tipo de
especialización, acumulación o ganancia (Vicent, 1991, 58-59).
Además, la homogeneidad morfológica entre asentamientos que hemos advertido podría tener relación con la creación de cierto sistema social que determinase previamente la organización de la comunidad, limitando la expansión física y demográfica de cada aldea con el fin de evitar el surgimiento de relaciones de dependencia entre sí (murallas). Este hecho, en primera instancia, podría relacionarse con la capacidad de carga que podía sostener un hábitat en función de los recursos que se disponían en su entorno, cuestión que no se corresponde con la realidad detectada, ya que algunos asentamientos tienen mayores posibilidades productivas y sin embargo mantienen dicha equidad (extensiones entre 0,5 y 1 Ha. de media), de tal modo que este presunto factor limitador tendría mayor trascendencia social que económica.
Además, la homogeneidad morfológica entre asentamientos que hemos advertido podría tener relación con la creación de cierto sistema social que determinase previamente la organización de la comunidad, limitando la expansión física y demográfica de cada aldea con el fin de evitar el surgimiento de relaciones de dependencia entre sí (murallas). Este hecho, en primera instancia, podría relacionarse con la capacidad de carga que podía sostener un hábitat en función de los recursos que se disponían en su entorno, cuestión que no se corresponde con la realidad detectada, ya que algunos asentamientos tienen mayores posibilidades productivas y sin embargo mantienen dicha equidad (extensiones entre 0,5 y 1 Ha. de media), de tal modo que este presunto factor limitador tendría mayor trascendencia social que económica.
Acorde con la supuesta ausencia de
competencias por la tierra (análisis de territorio), podríamos sugerir que
existiría cierta “negación del crecimiento” culturalmente fijada (Ortega, 1999, 434-436), que en el momento de producirse
un exceso de población al cabo de varias generaciones, resolvería la posible
crisis reduplicando el sistema, es decir, a partir de la fundación de un nuevo
castro de características semejantes con el excedente demográfico sobrante, lo
que se conoce como segmentación espacial.
Consecuentemente, se irían habitando
las tierras más cercanas, creando nuevas agrupaciones que establecerían
relaciones de solidaridad y cooperación con sus aldeas de procedencia (nunca de
dependencia), favoreciendo a su vez la correlación entre recursos y población,
la minimización de las competencias vecinales y la proyección hacia el exterior
de aquellos grupos con afán de acumulación de poder.
Sospechando que la dinámica de la vida
cotidiana estaba controlada directamente por cada grupo familiar, el cual
desarrollaría en el interior de los espacios domésticos aquellas actividades
que podían desplegarse fuera del ámbito comunitario, (tareas de mantenimiento,
artesanía, trabajo de pequeños huertos), las restantes podrían haber quedado
sujetas a la colectividad del poblado, cuya estructura de poder integrada,
posiblemente mediante relaciones parentelares, regularía, planificaría y
ordenaría la vida de toda la comunidad como referente último.
En este sentido, planteamos que no existiría un acceso muy desigual a la tierra, que casi en un 95 % pudo ser de usufructo colectivo (aprovechamiento boscoso y de pastos para el ganado), existiendo la posibilidad de que se hubiesen asignado para el aprovechamiento privado de cada familia, aquellas pequeñas parcelas de tierra cultivable situadas en el entorno inmediato de los poblados, a modo de campos cercados o campos célticos. Esta posibilidad, originada por la necesidad proteger estos campos de los animales en una economía campesina en la que casi toda la tierra era de propiedad comunal, ha sido la predominante en la región a lo largo de toda su historia, donde todavía quedan huellas de viejas lindes formadas por muros de piedra, quizás herederas de dicha tradición de nuestra prehistoria reciente.
Siguiendo estas consideraciones, no sería descartable que estas propiedades, poco a poco fuesen susceptibles de ser heredadas, como podría estar manifestando la inhumación infantil que se acompaña de un ajuar formado por vasos cerámicos a mano, dos colgantes de hueso y concha respectivamente, dos brazaletes de bronce y una arandelita del mismo metal, documentado en el cercano Castillejo de Fuensaúco durante la fase de plenitud castreña (Romero y Misiego, 1995, 136), quizás revelador de las atribuciones privadas que gozaron las familias al margen de la comunidad.
Por otra parte, estas comunidades pudieron haber extendido el sentido de la lealtad, confianza e interés común más allá de sus límites biológicos, desarrollando fuertes lazos de cohesión interna y externa, es decir reclutando parientes mediante la filiación, formas de relación social que debieron ser forzosamente exogámicas, en función de las enormes posibilidades que tenían estos reducidos contingentes demográficos a la hora de sufrir déficits poblacionales (sobre todo desequilibrios entre nacimientos masculinos y femeninos), lo que obligaría a recurrir al intercambio de personas para asegurar la reproducción, generando circuitos matrimoniales que englobarían a 4 ó 5 castros, que con el tiempo pudieron ampliarse hasta formar una red más amplia (Ortega, 1999, 436-440).
En función de lo dicho, presumimos estar ante sociedades basadas en reglas de filiación de tendencia patrilineal, es decir ante un modelo de ginecomovilidad que implicaría el desplazamiento de mujeres para procrear en las comunidades donde residían sus esposos, lugar donde se recogería su descendencia. Estos matrimonios, posiblemente serían vistos como regalos de un novio o novia entre diferentes grupos que contraerán obligaciones para dar, recibir y devolver, aunque dicha tendencia no alcanzaría la rigidez de los esquemas estrictamente virilocales que parecen gestarse en el seno de las comunidades que han alcanzado la plena celtiberización, cuyo constancia reside en un determinado tipo de urbanismo (“poblados cerrados”) que facilita de manera más fluida el flujo de estas relaciones.
Resumiendo, podríamos decir que si la principal herramienta de adaptación pudo ser la creación de unidades productivas independientes que restringen el acceso a su territorio a todo aquel que no perteneciese a su grupo como fondo de seguridad (reciprocidad extragrupal negativa), de la misma forma sería necesario el establecimiento de toda una serie de relaciones estrechas de amistad, intercambios y alianzas con otros grupos para asegurar tanto la reproducción social de la comunidad rural (reciprocidad extragrupal positiva), como el tránsito de ganados entre territorios, suavizando las tensiones generadas por dicha actividad, de forma que la clave del sistema pudo haber residido en el equilibrio entre estas dos formas de reciprocidad extragrupal (Díaz-del Río, 1995, 105).
Asimismo, cabría la posibilidad de que
a menudo surgiesen cabecillas que hubiesen alcanzado una mayor significación
social o rango gracias a los favores que realizaran a la comunidad manipulando las
relaciones de parentesco, es decir que la única explotación posible se
produciría dentro de las relaciones de consanguinidad, al contrario que la que
se produce en las sociedades de clase que se van imponiendo con la
celtiberización de la comarca a partir del siglo IV a.C., las cuales implicarían
a distintos segmentos sociales y entretanto a diferentes poblados. No obstante,
suponemos que se fragmentarían con facilidad en los grupos que los constituían
ante la falta de estabilidad, ideología y en última instancia, como
consecuencia del tipo de economía que desarrollaron (Fernández-Posse y Sánchez;
1998, 148.).
En conclusión, aunque a día de hoy no
contamos con datos suficientes para conocer las relaciones de parentesco entre
cada uno de estos castros de la Primera Edad del Hierro, el grado de
jerarquización y la ostentación del poder que llevarían a cabo las élites
guerreras en el marco de una sociedad gentilicia que se documenta sobretodo a
partir del estudio de las necrópolis, tanto en el valle del Ebro, como en el
alto Jalón, y cuyos influjos se empiezan a percibir en el área de transición
que delimita la Sierra de Frentes y Cabrejas, en la serranía no parece
consolidarse hasta un momento más avanzado (Hierro II) como veremos a
continuación.
7. ¿Para qué fortificarse?
Una vez acreditada la viabilidad
económica de estos castros y por lo tanto su habitabilidad, pensamos que la
enorme inversión defensiva que se percibe, (potentes murallas de mampostería,
en ocasiones acompañadas de conjuntos de piedras hincadas y fosos), no parece
responder a funciones propias de fortines-refugio, dado que tanto sus reducidas extensiones como la
presencia de estructuras domésticas al interior imposibilitaría notablemente el
cobijo de supuestos grupos de campesinos dispersos y de los rebaños que
pastaban libremente en los aledaños. No tenemos constancia de los primeros, a
excepción de La Vega de Garray y Loma de la Serna en Tardesillas, ni de ningún
recinto exterior más amplio de uso pecuario, como los detectados en la Mesa de
Miranda (Ávila) o en Penya Roja (Valencia) y mucho menos, de estructuras
internas de actividad limitada que hubiesen funcionado a modo de graneros.
Tampoco creemos que actuasen como
atalayas insertas en un marco territorial a escala comarcal organizando en una
red defensiva de frontera, puesto que este sistema además de necesitar unas
excelentes relaciones intervisuales, precisaba un enorme esfuerzo organizativo
y económico para su financiación, que únicamente hubiese podido costear una
estructura estatal de gran envergadura.
Más bien, suponemos que estarían
protegiéndose de las incursiones por sorpresa protagonizadas por aquellos
grupos que actuaban al margen de los círculos de reciprocidad imperantes, es
decir por aquellos sectores emprendedores y agresivos que tratan de acumular
riqueza y prestigio como medio de institucionalizar su linaje y erigirse a la
cabeza de la comunidad, bien desde el seno de esta red de castros, o bien desde
aquellas poblaciones foráneas que de forma más temprana habrían alcanzado un
mayor grado de complejidad social, aunque el grado de amenaza real y la guerra
en sí misma, no alcanzaría el peso y la acentuación que parece tener durante la
II Edad del Hierro.
Junto a esta lectura
bélico-defensiva tan difícil de cotejar, surge la posibilidad de que estas
construcciones estuviesen también simbolizando una propiedad territorial, respecto a sí mismos, materializando la cohesión
del grupo que las había construido conjuntamente, identidad y privilegio de
acceder exclusivamente a sus recursos (Fernández-Posse y Sánchez, 1998,
138-140), y respecto a las poblaciones vecinas, puesto que su visualización
estaría informando sobre la pertenencia de esas tierras, actuando como elemento
coercitivo ante aquel que quisiese explotarlas o codiciarlas y como elemento de
ostentación que atrajese a otras grupos con las que establecer lazos de
amistad, sin olvidar otras posibles atribuciones relacionadas con la regulación
de la dinámica sociopolítica (muralla como limitador de la extensión del
caserío).
8. Hacia un nuevo modelo de
poblamiento
Desde finales del siglo V a.n.e y a
comienzos del IV a.n.e, comienza a percibirse un proceso de regresión, abandono
y reestructuración del poblamiento
castreño que lleva parejo la disolución del modelo socioeconómico vigente, que
sin embargo no supone una ruptura a escala demográfica, como muestran las
estratigrafías de El Castillejo de Fuensaúco (Romero; Misiego,1995a, 127-139).
El 30% de los hábitats dejan de estar ocupados, mientras que los restantes
continúan su vida sin solución de continuidad, junto a toda una serie de nuevos
yacimientos que pasarán a ocupar espacios más suaves sobre suelos de buena
calidad agrícola para el desarrollo de estrategias productivas intensivas y
especializadas.
Estos poblados de nueva planta además de tener extensiones heterogéneas
entre 2 y 6 Ha. y una distribución interna ordenada, presentan toda una serie
de novedades a nivel constructivo y tecnológico, entre las que destacamos el
empleo del hierro de forma generalizada y la aparición de las primeras
producciones cerámicas a torno, formadas básicamente por fragmentos sin
decoración y por ejemplares de color anaranjado, perfil zoomorfo, cuellos bien
delimitados y bordes de pie vuelto con decoración de pintura vinosa en bandas
anchas invadiendo el interior del mismo, anunciando los primeros síntomas de
celtiberización de la región (Morales y Ramírez,1993, 241-246).
Consecuentemente, creemos que esta
nueva situación supuso la aparición del Modo Tributario de Producción (Vicent;
1998, 824-839), que no parece ser la evolución natural de las relaciones de
parentesco que hemos presumido divisar, ni mucho menos responder al deseo de
adoptar dicho modelo expansivo que contradecía la lógica del sistema anterior,
más bien podría deberse a todo un cúmulo de factores, relacionados quizás con
el dinámico sistema de alianzas y pactos, que propiciarían el afianzamiento del
liderazgo y la institucionalización de determinados linajes frente al resto de
las estructuras vigentes, cuya estrecha vinculación a la tierra debió minimizar
cualquier intento de resistencia, haciendo más costoso el abandono del medio
producción que la asunción del tributo exigido.
En este sentido contamos con el ejemplo de los yacimientos de El Pico de
Cabrejas del Pinar y el Alto del Arenal de San Leonardo, donde este proceso
podría haberse asumido desde mucho antes que en los castros serranos, a
juzgar por la incorporación de elementos cerámicos torneados importados desde
el área ibérica desde bien temprano según dataciones radiocarbónicas (Vega y
Carmona 2013), lo que nos lleva a la idea de que la sierra de Cabrejas y de
Frentes hubiesen actuado durante el Hierro I como un "área de
fricción" entre estas dos realidades.
La acentuación de las desigualdades y
las relaciones de dependencia, que irán más allá del ámbito de los
lazos de sangre establecidos en un poblado, darán paso a formas preclasistas de organización social que anticipan los primeros signos de organización estatal. 9. A modo de conclusión
Hemos
planteado la posible existencia de un sistema de producción campesino, cuyo
fundamento sería la búsqueda de la autosuficiencia productiva de cada aldea a
través del desarrollo de una estrategia económica combinada que cubriese todas
las necesidades básicas de subsistencia culturalmente prefijadas.
Los intereses prioritarios
valorados en la elección de estos emplazamientos pudieron haber respondido a
múltiples factores como: 1) Búsqueda de la proximidad a las vías naturales de
comunicación que asegurasen tanto la reproducción de estos grupos demográficos
de baja densidad, como el trasiego del ganado y los intercambios con otros
territorios vecinos. 2) Amplias posibilidades de seguridad defensiva.
3)Visualización del territorio controlado y posibilidad de ser vistos a larga
distancia como medio de autodeterminarse en el espacio. 4) Facilidad para
obtener agua. 5) Concentración en sus aledaños de toda una gran diversidad de
recursos aprovechables.
La
aplicación de algunas de las premisas de la Arqueología de la Paisaje al
estudio de la Cultura Castreña Soriana, no sólo nos ha proporcionado una
visión más amplia de estas poblaciones, sino que además nos ha permitido
dibujar algunas trazas sobre las realidades sociales que determinaron la
conformación de este espacio geográfico, cuyos resultados deben ser
considerados provisionales, a la espera de que se produzcan nuevas excavaciones
en extensión que vayan levantando la espesa niebla que parece reposar sobre
este periodo trascendental que sirve de base para entender la plenitud de la
cultura celtibérica en el Alto Duero.
Publicado en Revista de Soria nº 58, Segunda Época; Otoño 2007
(I.S.B.N.: 84-86790-59-X) (revisado y actualizado en 2016)
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