INTRODUCCIÓN A LA CULTURA CASTREÑA SORIANA

La reflexión que se desarrolla a lo largo de este blog pretende valorar y servir de base para futuras intervenciones arqueológicas que amplíen las perspectivas de conocimiento de la Cultura Castreña Soriana, término que sirve para definir a las gentes asentadas en la Serranía Norte de Soria durante la I Edad del Hierro, (Celtibérico Antiguo), abarcando los siglos VII-VI y V a.n.e.
Actualmente, junto a trabajos pioneros de Blas Taracena en la mitad del siglo XX, contamos básicamente con los estudios de Romero Carnicero (1991), quien llevó a cabo su completa revisión y sistematización, definiendo tipos cerámicos, las características primordiales de los emplazamientos y la cronología que llegaron a abarcar, labor a la que se le sumarían otras investigaciones específicas (Bachiller Gil, 1987) y la realización de múltiples proyectos de prospección arqueológica por dicho territorio, (Revilla Andía, 1985), (Pascual Díez, 1991), (Morales Hernández, 1995).
A pesar de la gran proyección y de la continuidad que tuvieron algunos de estos trabajos, su visión actual cuenta todavía con muchas limitaciones, debido principalmente a que la mayoría de los poblados siguen siendo conocidos a través de prospección, habiéndose excavado solamente tres y de manera parcial, Castillo de El Royo (Eiroa, J.J., 1979, 123-136), Castro del Zarranzano (Romero Carnicero, 1991) y Castillejo de Fuensaúco (Romero y Misiego, 1995a, 127-139), sin contar con otros cuantos en los que se realizó algún sondeo valorativo. (Taracena Aguirre, B, 1941).
Teniendo en cuenta que es arduamente difícil asegurar la sincronía de estos yacimientos y que no se poseen los datos suficientes para poder interpretar con ciertas garantías el tipo de organización socioeconómica que vinieron a desempeñar, hemos generado una hipótesis de trabajo de cuyas dificultades de comprobación somos plenamente conscientes, partiendo desde la llamada Arqueología del Paisaje, nivel de análisis más alto que permite una primera aproximación de carácter global.
Por tanto, será nuestra pretensión integrar toda la documentación extraída del interior de los yacimientos con las características específicas que presenta el medio ambiente en el que quedaron insertos, a partir de la cual trataremos de ofrecer ciertas pautas que ayuden a comprender mejor las realidades sociales que determinaron la formación de dicho espacio.

1- ENTORNO BIOGEOGRÁFICO

En el sector oriental de la Meseta Norte, ocupando la zona septentrional de la actual provincia de Soria en la cuenca alta del Duero, encontramos un paisaje abrupto de orografía montañosa que gradualmente se va suavizando dejando en medio espacios abiertos de llanuras elevadas, con medias entre los 1.200 y los 1.000 m.s.n.m.Este espacio se encuentra atravesado por numerosos cursos fluviales, entre los que destacan el río Alhama, Razón, Tera y el Duero, este último de mayor caudal que en la actualidad, constituyendo abundantes humedales y arroyos. Los suelos son mayoritariamente sedimentarios, adscritos al secundario, terciario y cuaternario, con presencia generalizada de cuarzoarenitas y arcillas arenosas en el sector más septentrional y calizas en el meridional, con muy malas condiciones de drenaje en los fondos de valle y suelos poco profundos y pedregosos sujetos a un lavado continuo en las superficies inclinadas. Respecto a su climatología, después del brusco enfriamiento que supone el cambio del periodo suboreal al subatlántico, a partir del siglo VII a.n.e. se produjo una paulatina recuperación térmica con un régimen de pluviosidad alto y temperaturas algo más bajas que las actuales, conformando una agroclimatología que a partir de los 1.200 m.s.n.m. presenta complicaciones a la hora de cultivar ciertas especies[1], situación que se suaviza durante la primera mitad del siglo IV a.n.e. El medio vegetal queda definido dentro del piso supramediterráneo, cuyas especies primitivas nos sugieren un paisaje dominante para la Edad del Hierro compuesto básicamente por amplios y densos espacios boscosos de masas mixtas de caducifolios, perennifolios y aciculifolios, entre los que predominarían distintas variedades de Quercus, que se verán sustituidos por sabinas y enebros en los páramos más meridionales y por el Pino Negral y Silvestre en la alta montaña.
[1] En este sentido hay que tener en cuenta las inversiones térmicas que se producen durante la noche en el entorno, que hacen que las temperaturas de los valles sean inferiores a las de las montañas donde se sitúan los yacimientos.

2- LA TÍMIDA HUELLA DEL BRONCE FINAL

La escasez y la disociación de las evidencias arqueológicas documentadas durante el Bronce Final ha generado un gran desconocimiento sobre esta etapa previa a la formación de la Cultura Castreña Soriana, para la que se aceptan de manera generalizada, aquellas tesis que abogan por la plena despoblación de la región, quedando al margen del resto de la Meseta, donde se desarrollaría paralelamente el horizonte cultural Cogotas I (Jimeno y Martínez, 1998, 172).
Al respecto, hemos creído oportuno plantear la posibilidad de que esta oscuridad documental fuese realmente el reflejo de una de las notas predominantes que vienen repitiéndose a lo largo de la historia de esta parte de la provincia, como es la lentitud y la resistencia con la que se producen los cambios y las transformaciones, así como el alto grado de movilidad y la falta de ordenamiento en el territorio de los grupos humanos detectados en toda la Edad del Bronce.
La escasa envergadura de la arquitectura de los poblados de este momento, unido a la carencia de estratigrafías verticales y a la posibilidad de que se hubieran producido fenómenos de sedimentación postdeposicional, podrían haber ocultado aún más su presencia, haciendo casi imposible su localización. Por tanto, cabría plantear la posibilidad de que estas gentes ,sujetas a unas formas de vida profundamente conservadoras y autárquicas, muy lentamente fuesen asimilando todas las novedades que empiezan a penetrar en la región como consecuencia de la apertura de los circuitos de intercambio que se reactivan durante el Bronce Final a escala peninsular, las cuales pueden rastrearse a través de la cultura material.

Estas modestas evidencias se vinculan por una parte a la órbita atlántica y meseteña, con hallazgos metálicos no asociados a un registro arqueológico determinado, ubicados en los pasos naturales de comunicación de los rebordes montañosos (Covaleda, San Esteban de Gormaz, San Pedro Manrique, El Royo, La Alberca de Fuencaliente de Medina y Ocenilla), hallazgos cerámicos cuantitativamente escasos asociados a Cogotas I, documentados en lugares bien alejados de los entornos serranos (Castilviejo de Yuba, Escobosa de Calatañazor, La Barbolla, Fuentelárbol, Cueva del Asno, Santa María de la Riba de Escalote y en la confluencia de los ríos Tera, Duero y Merdancho), algunas manifestaciones tardías como la figura-estela del Grupo III de la Peña de los Plantios (Fuentetoba) o el motivo de trisceles del Covachón del Puntal de Valonsadero, y ya en torno al siglo VIII a.n.e. la estatua-menhir de Villar del Ala.
Por otra parte, contamos con evidencias procedentes de la órbita centroeuropea, asociadas tradicionalmente a los grupos de Campos de Urnas Recientes, muy distorsionados ya a su paso por el valle del Ebro. Su penetración a lo largo del Alto Duero encontrará cierta “resistencia”, manifestándose con menor intensidad que en otras regiones limítrofes donde se van configurando toda una serie de horizontes culturales paralelos, de tal manera que únicamente se evidencian en 5 yacimientos cerámicas excisas asociadas ya a la Edad del Hierro, (siglo VIII a.n.e.). Son los de Quintanas de Gormaz, Numancia, Castilviejo de Yuba, o Loma de la Serna en Tardesillas, que junto con la pieza de Quintanares de Escobosa de Calatañazor, en la que se funde la tradición Cogotas I con estas nuevas formas emergentes, vienen a completar los precedentes más inmediatos del poblamiento castreño (Romero y Misiego, 1995a).
Este panorama, parece estar reflejando que no será hasta bien entrado el siglo VII a.n.e., cuando las poblaciones locales comiencen a superar sus reticencias internas respecto a aquellos influjos que habían ido penetrando desde el exterior, emergiendo los primeros ejemplos de hábitats con un alto grado de fijación a la tierra, como El Solejón de Hinojosa del Campo (VII y VI a.n.e.) o El Castillejo de Fuensaúco, que se desarrolla sin solución de continuidad hasta prácticamente el cambio de milenio, configurándose la personalidad de estos grupos.

7- ¿POR QUÉ SE FORTIFICAN?


Una vez acreditada la viabilidad económica de estos castros y por lo tanto su habitabilidad, pensamos que la enorme inversión defensiva que se percibe, (potentes murallas de mampostería, en ocasiones acompañadas de conjuntos de piedras hincadas y fosos), no parece responder a funciones propias de fortines-refugio, dado que tanto sus reducidas extensiones como la presencia de estructuras domésticas al interior imposibilitaría notablemente el cobijo de supuestos grupos de campesinos dispersos y de los rebaños que pastaban libremente en los aledaños. No tenemos constancia de los primeros, a excepción de La Vega de Garray y Loma de la Serna en Tardesillas, ni de ningún recinto exterior más amplio de uso pecuario, como los detectados en la Mesa de Miranda (Ávila) o en Penya Roja (Valencia) y mucho menos, de estructuras internas de actividad limitada que hubiesen funcionado a modo de graneros.
Tampoco creemos que actuasen como atalayas insertas en un marco territorial a escala comarcal organizando en una red defensiva de frontera, puesto que este sistema además de necesitar unas excelentes relaciones intervisuales, precisaba un enorme esfuerzo organizativo y económico para su financiación, que únicamente hubiese podido costear una estructura estatal de gran envergadura.

Más bien, suponemos que estarían protegiéndose de las incursiones por sorpresa protagonizadas por aquellos grupos que actuaban al margen de los círculos de reciprocidad imperantes, es decir por aquellos sectores emprendedores y agresivos que tratan de acumular riqueza y prestigio como medio de institucionalizar su linaje y erigirse a la cabeza de la comunidad, bien desde el seno de esta red de castros, o bien desde aquellas poblaciones foráneas que de forma más temprana habrían alcanzado un mayor grado de complejidad social, aunque el grado de amenaza real y la guerra en sí misma, no alcanzaría el peso y la acentuación que parece tener durante la II Edad del Hierro.
Junto a esta lectura bélico-defensiva tan difícil de cotejar, surge la posibilidad de que estas construcciones estuviesen también simbolizando una propiedad territorial, respecto a sí mismos, materializando la cohesión del grupo que las había construido conjuntamente, identidad y privilegio de acceder exclusivamente a sus recursos (Fernández-Posse y Sánchez, 1998, 138-140), y respecto a las poblaciones vecinas, puesto que su visualización estaría informando sobre la pertenencia de esas tierras, actuando como elemento coercitivo ante aquel que quisiese explotarlas o codiciarlas y como elemento de ostentación que atrajese a otras grupos con las que establecer lazos de amistad, sin olvidar otras posibles atribuciones relacionadas con la regulación de la dinámica sociopolítica (muralla como limitador de la extensión del caserío).